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“Animula vagula, blandula,/ hospes comesque corporis”: Elio Adriano, en hora cercana a la de la muerte, apostrofaba a su alma como a “huésped y compañera del cuerpo”. Recordando al descreído emperador sevillano, Ezra Pound conversó amistosamente con un alma a la que también sentía ajena a lo sobrenatural y más bien proclive a los juegos de los sentidos: “What hast thou, O my soul, with paradise?”. En esa tradición del poeta que no cree en un alma trascendente y, no obstante, dialoga con lo que quiera que esa alma sea, se inserta Soliloquio para dos, el último poemario de Eduardo Moga (Barcelona, 1962), ilustrado por José Noriega (Valladolid, 1948). Sin embargo, en su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga, poeta, crítico y teórico de la poesía, ha defendido en muchas ocasiones una poesía apasionada: “la tensión en el centro de [la] práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje” (en el prólogo de su antología de poesía joven Poesía Pasión, Zaragoza, 2004). En esta ocasión la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la muerte, la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites.

El poemario comienza poniendo en tela de juicio el dualismo platónico y luego aristotélico: “Dime, alma, qué cincel has empleado/ para que sea yo tu forma”. El yo poético rehúsa identificarse positivamente con un cuerpo al que el alma dé forma, en un diálogo en que, por tanto, el alma no se enfrenta al cuerpo, sino al yo. El esquema aristotélico cuatripartito materia/ forma, potencia/ acto sigue presente en el planteamiento de la cuestión esencial del poemario: “¿Qué extraña potencia, alma,/ constituyen mis manos?/ ¿Son las tuyas?” (p. 19). Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema.

Y en esos términos se desarrolla todo el libro, que no es sino un torrente de interrogaciones, una larga sucesión de preguntas sin respuesta que indagan las aparentes múltiples intersecciones del ser y la nada y que dejan con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del Tractatus,/ la escena de los limones en Venganza,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia.

Así, la identidad del yo se presenta negada, inasible o fragmentaria, asociada a menudo a los espejos que no reflejan, al humo o, muy significativamente, a la imposibilidad del diálogo: “¿Por qué desconozco tu idioma […]?” (p. 20); “¿Por qué no recalas en mis signos […]?” (p. 23). El hablante no puede reconocer al alma porque tampoco se reconoce ni a sí ni su discurso sino como “palabras que son sólo la oscuridad/ de ser yo” (p. 27), como “el yo/ y su no ser” (p. 31). La inutilidad de negar el alma reverbera en contradicciones acumuladas: “te niego, alma […]./ Y oigo tu levedad,/ que me atenaza; y aquilato/ tu soplo homicida,/ el fluir de tu ausencia/ por mis capilares/ y mi ropa” (p. 23); “No me habitas, alma,/ aunque me construyas./ No te siento,/ pero estás en mí” (p. 27). La dramática realidad vivida por la primera persona poética es abrumadora cuando afirma: “Descreo de ti, alma,/ porque tengo frío: porque soy” (p. 24), declarando el desabrigo de la intemperie consustancial a la existencia.

Este desamparo empuja a la voz lírica a exhortar al alma a hacerse presente y abolir el mal sueño de la razón y sustituirlo por la certidumbre y sus frutos: “¿Por qué, alma, […]/ no derogas mi exilio/ en los nombres, en mi nombre,/ y me trasladas a mí,/ a esto que soy, matemático y animal,/ para que experimente el miedo y me ciegue la esperanza?”; el hablante se vuelca en la abdicación como último recurso: “Ven, alma,/ tatúame, polinízame,/ secuéstrame […]. Y cuando me hayas poseído, oh, alma,/ revélame tus ecuaciones […];/ entrégate para que pueda negarte […]/ hasta que las cosas sean ideas,/ y las ideas, raíces.” (pp. 32-36). Pero hacia la mitad del poema todo se desenvuelve en negación y los versos giran en torno a la idea de la nada, “que es resquebrajarse de espejos/ y salpicaduras de noche/ e imposibilidad de decir/ estoy aquí,/ me llamo Eduardo,/ escribo,/ me consumo” (p. 44). La negación intelectual del alma en absoluto supone satisfacción, puesto que lleva aparejada la propia inexistencia: “En la nada habito, alma:/ en ti./ Tú no existes. Yo no existo./ La nada tiende puentes a la materia:/ me corrompo cuando hablo,/ cuando envejezco,/ cuando nazco: en cada uno de los momentos/ en que alcanzo mis límites” (p. 47). Versos memorables aprietan la tuerca de la desesperación, proclaman el “hambre absoluta”, el “no rostro”, y afirman que la nada “es férrea,/ como un cráneo,/ y presenta engranajes,/ y contiene teléfonos,/ y me documenta”, presentándose pues como cárcel, sistema y verdadero espíritu que alienta dentro del yo (pp. 47-48).

El yo lírico insiste en increpar al alma y pedirle pruebas, a veces en términos bélicos en que la polisemia del verbo “dirimir” me parece genial resumen del poema: “¿Por qué no puedo creerte? […]/ ¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable,/ y delimitas mi perímetro […]?” (pp. 51-52). La imposibilidad de reconocerse como uno hace también imposible el reconocimento del otro y el amor: “Pero yo no amo, alma,/ sino que permanezco en mí,/ prisionero de mí,/ esposado a mis entrañas,/ y huelo tu penumbra”, y dentro de sí el hablante se regodea en la carencia en imágenes de enorme potencia: “mi voz se encallece […]/ y entra en mí,/ como si dentro fuese a hallarme;/ ahí acredito la maldad de mi sonrisa,/ el barro con el que me bautizaron,/ la luz amputada que me amputa” (pp. 55-56). La duda cierra el poemario con la misma indefinición con que se abrió: “Dime si soy,/ o si eres tú,/ este sol nocturno que me ciega” (p. 64), pide la voz del poeta, y lo único que queda de manifiesto es la oscuridad.

Es de destacar que en este poemario no aparece uno de los temas básicos en la obra de Eduardo Moga: el cuerpo, el sexo. La explicación la da el propio poeta en su divertido epílogo al libro: Sololiquio para dos fue, originalmente, una propuesta de José Noriega, a cuyas ilustraciones debían acompañar los poemas de Moga. En este proyecto, Noriega mancha o manipula imágenes extraídas de revistas de contactos, de las que se infiere una enorme desolación. Moga, cuya participación en el proyecto no debía ceñirse a la colección de “penes erectos y vulvas en close-up” que aparecen en las fotografías, decidió retomar su evidente componente de desamparo vital en un sentido más existencial y arrinconar el elemento puramente físico, que en un libro ilustrado de la manera mencionada hubiera resultado redundante.

La profusión de imágenes en Soliloquio para dos es avasalladora, como es habitual en Moga –deudor en la teórico y en lo práctico de poetas como Aleixandre, Pound o Álvarez Ortega–, quien aplica a su discurso existencial los argumentos intuitivos y filológicos que defendiera en su prólogo a la antología ya mencionada, Poesía pasión: el uso de la imagen frente al concepto, la manipulación del ritmo y la intensificación metafórica, que se desarrollan mediante procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, componen una tipología retórica delimitada por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Es prácticamente imposible encontrar un verso de Eduardo Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). En este sentido, el barcelonés no ha dejado nunca de crecer desde Ángel mortal (Barcelona, 1994); Soliloquio para dos es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como el comensal que, tras habérsele exigido prolongada dieta vegetariana, ve cómo desde la puerta de la cocina alguien le aproxima, tal vez por primera vez en años, un plato que a duras penas basta para contener un desbordante, sanguinolento y humeante chuletón de ternera de Aliste.

[Eduardo Moga y José Noriega, Soliloquio para dos, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Barcelona: La Garúa, 2006.]

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