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Frank es conductor, en turno de noche, de ambulancias de la ciudad de Nueva York, paramedic, como dicen por allá. Hace algún tiempo que le dejó su mujer, y le persiguen dos fantasmas. Por las calles, el de una chiquilla a quien no pudo salvarle la vida porque en aquel preciso instante el tubo respirador no quería entrar laringe abajo y se empeñaba en colarse por el esófago; en el hospital, el fantasma de un hombre al que debería haber dejado morir cuando atendió su parada cardiorrespiratoria en su casa, rodeado de su familia, le increpa para que le desate de la máquina que lo mantiene con vida en la UCI del hospital. La hija de este hombre, quizá antigua compañera de juegos de Frank en los parques infantiles de NYC, tiene gran afición a los narcóticos: querría suicidarse, pero sustituye sus miedos por dosis de profundo sueño a la carta. Frank recorre los barrios, los pisos, los tugurios, los solares, enganchado él también a su propio opiáceo, el de salvar vidas, ajeno a la gran verdad de la suya propia: que es él quien precisa de salvación. Auténtica en los detalles, mítica en sus intenciones, la anécdota es el trampolín para una narración simbólica en la que o todos los personajes son héroes o, si no, no puede serlo ninguno. En ocasiones veloz y trepidante, asmática y ronca en otras, esta lírica primera novela debería formar parte ya del catálogo de la gran literatura estadounidense contemporánea.

[Joe Connelly, Bringing Out the Dead, Nueva York: Vintage Books, 1999, 323 pp.]

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