Llegado ya el final de este volumen, su autor quiere aclararle al lector que “cuando empecé a escribir quería ser poeta, pero no tenía el don para ello y, en su lugar, me enamoré del relato corto, la prosa cuya forma se encuentra más cercana a la de la poesía lírica”. Bueno, no es un mal comienzo como declaración de principios, pero no me negarán que llama un poco la atención si quien eso afirma se ha dedicado con tanto ahínco a esa otra forma, por simple deducción, no tan cercana al lirismo poético: la novela. Pongamos, pues, en la balanza literaria las cuatro colecciones de relatos de Russell Banks y, en el otro platillo, las, al menos, doce novelas que ha escrito hasta el momento. ¿Cómo dicen? ¿Que acaba de publicar otra? Vale entonces: sus trece novelas. No debe de estar, pues, en la cantidad el secreto del placer que aún confiesa experimentar, sino en alguna otra fuente. Entiende Banks que la novela adolece de cierto carácter burgués y respetable que, “como un matrimonio bien avenido, exige dedicación, tolerancia y compromiso” y, en su lugar, prefiere la descarga de adrenalina del buen relato porque “nos perdona nuestra naturaleza veleidosa, recompensa nuestro anhelo de éxtasis y hace de la memoria a corto plazo una virtud”. Ahora sí que me ha convencido. De modo que me retrotraigo al principio del libro y la colección toma un cariz distintivo. En primer lugar, porque los personajes aparecen por doquier, no sólo como protagonistas de algunas historias, sino como trasfondo de otras, lo cual imprime al conjunto un singular carácter de cohesión (prefiero creer que Banks no nos quiere hacer pasar el gato del tiempo de la ficción por la liebre del tiempo real: que los personajes se prolonguen en el espacio no los hace más reales, oiga usted). Lo admitimos como un procedimiento oportuno para lograr que las dos dimensiones de la página se hinchen y adquieran alma. Pues si hay algo en déficit y que hay que rastrear en este libro es, precisamente, eso, alma. Sir Walter Raleigh, aquel ingenioso tasador del humo de un cigarro puro, se las vería y desearía para aplicar su método con estos relatos si lo que buscara fuera medir cuánta alma se encierra en ellos. Dolor, remordimientos, rencor: esos son los pilares que sustentan las relaciones de estos relatos. Padres e hijos enfrentados, esposos al borde del abismo, amantes angustiados por los celos, la sospecha y la rabia. ¿Cómo es posible, entonces, que Banks logre que el lector se interese por las miserias de estas gentes que habitan el más fantasmagórico de los desiertos morales? ¿Será, quizá, porque sus sueños son universales, porque en el fondo compartimos las mismas expectativas, porque los fantasmas que habitan sus noches son estos que a nosotros nos espantan?

[Russell Banks, The Angel on the Roof, Nueva York: HarperCollins, 2000, 506 pp.]

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