En casi todas las primeras cartas que Al Purdy le enviara a Charles Bukowski en 1964, justo al comienzo de su relación epistolar de casi diez años, el nombre de Robinson Jeffers, siempre acompañado de algún epíteto o comentario elogioso, fue una constante. Concluía entonces el canadiense que “Jeffers es el otro poeta estadounidense del que puedo sacar algo en claro”. Y, a propósito de unas observaciones sobre la escena literaria del momento, la de los Creely, Corso, LeRoi y el resto de la pandilla, Bukowski le respondía a Purdy con estas palabras: “A los huesos de Jeffers les entran arcadas enterrados en el barrizal infestado de gusanos”. Sabemos que Bukowski era bastante inclinado a la hipérbole cuando del uso de imágenes se trataba, aunque tras su exabrupto se oculta algo revelador: Bukowski y Purdy no eran los únicos que apreciaban la poesía de Jeffers, sino que, antes bien, les acompañaba todo un coro de voces líricas. Así, Czeslaw Milosz daba fe del poderío de la extensa línea de Jeffers, heredera de la de Whitman, aunque más proclive a la narratividad y no tan sonora como la del neoyorquino; otros, más jóvenes, como Mark Jarman, Robert Hass y William Everson, por citar unos pocos, admiten que la obra de Robinson Jeffers les ha influido en la suya propia, en mayor o menor grado. Pero, ¿qué sabemos en España de uno de los grandes poetas norteamericanos? (No en vano, en la década de 1920 trataba de tú a Frost, a Pound y a Eliot). Pues sabemos poco. Demasiado poco. En español encontramos publicada una Antología por la editorial mexicana Libros del Umbral. Es un volumen magro, enjuto, cercano a lo famélico, casi parece que estuviera pidiendo permiso de compartir espacio en los anaqueles, pues no llega a las 200 páginas, cuando la obra poética de Jeffers ocupa 5 gruesos y orondos volúmenes que rondan o superan las 500 páginas cada uno de ellos. Destaquemos un valor de la poesía de Jeffers, casi cien años después de que él empezase a escribir: el encono y la rabia (perruna) o la pasión y el ardor con los que los eruditos y académicos tratan sus versos. Imposible que lleguen a un acuerdo sobre la naturaleza e intención de su extenso legado lírico: ¿Post-trascendentalista, en tanto que discípulo de Emerson y Thoreau? ¿Neorromántico? ¿Qué pretendía con sus descripciones del paisaje californiano, los halcones que sobrevolaban sus cielos imponentes, los árboles retorcidos por cima de los riscos? ¿Por qué ese empeño inagotable en retratar al hombre como un ser arrogante, débil, violento, sediento de sangre, lujurioso de carne? Antiidealista (“Guárdate del terrible vacío de la luz del espacio, de la charca / sin fondo de las estrellas”) y misántropo (“Guárdate de percibir la maldad inherente del hombre y la mujer”), contrario a todo grupo humano (“... mientras la civilización y todos los otros males / que hacen ridícula a la humanidad...”), Jeffers buscaba lo permanente, lo cierto, lo inmutable, la verdad de la verdad: “¡Qué extraordinaria paciencia la de las cosas! / […] / Mientras, la imagen de la belleza prístina / pervive en el grano mismo del granito / tan a salvo como el infinito océano que escala el acantilado”.

[Tim Hunt (ed.), The Selected Poetry of Robinson Jeffers, Stanford, CA, Stanford University Press, 2001, 758 pp.]

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