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Hay escritores que entienden su oficio como si algo o alguien les hubiera subido a un pedestal, como si lo observaran todo –la vida, las gentes, los universos todos– desde una posición de privilegio; pero contamos también con esa otra estirpe de los escritores que no saben desligar la vida de las palabras, que se entregan en cada línea que escriben con toda la dedicación de la que son capaces en cada instante de su existencia. Porque la entrega epistolar es una forma de muerte personal: quien menos cree en uno mismo se da a los demás en sus palabras. Envías una carta y allá va otro pedazo más de ti. Y cuanto menos quede de uno mismo, mejor. Tengo entendido que a Avelino Hernández le faltaba tiempo para contestar a todos sus corresponsales, aunque tampoco creo, en este caso, que la cantidad sea garante de calidad, que se basta por sí sola. A mí, maniático hasta lo enfermizo de la escritura epistolar, con las que se recogen en este volumen me sobran para estar rumiando sus palabras, que ahora son mías, durante semanas enteras. Y qué mejor forma de sobrevivir la propia muerte, si no es perviviendo en la memoria de los demás, en palabras que son de otros, de todos y de nadie.

[Avelino Hernández, Cartas desde Selva, Segovia: Caja de Ahorros de Segovia, 2007, 238 pp.]

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