Tras las aleluyas que siguieron a la publicación de la biografía que James Atlas escribiera sobre Delmore Schwartz, coetánea con la novela de Saul Bellow Humboldt’s Gift (inspirada, más o menos, en la azarosa figura de Schwartz), el río desbordado de reediciones de la obra de Schwartz retornó a su cauce, lo que para el novelista, poeta y ensayista significó dar media vuelta por donde había llegado y, en silencio y con la vista gacha, acurrucarse en el agujero del olvido al que le había condenado la crítica estadounidense. Desde entonces, la suerte del neoyorquino se ha limitado a dar vueltas en la misma montaña rusa, tan pronto ensalzado como vilipendiado, pero sin salir de los raíles que le marcan el trazado de hierro, como si fueran sólo los invitados a la fiesta los que pudieran disfrutar con el escarnio o con la admiración, mientras al resto de los mortales (los pocos que se han enterado que se cuece algo y se han dejado caer por allí) se le impide la entrada al recinto y debe observar, desde lejos, desde detrás de las alambradas, algo así como unos destellos metálicos que vienen y van sin que nadie les explique a qué se debe todo aquello. Para todas esas personas que se esfuerzan en otear el resplandor que sube y baja, dejen que les abra una vía rápida en las vallas metálicas con las siguientes tenazas críticas. Pasen y vean el enredo formal del relato que da título al libro y, con tan sólo eso, vuelvan a sus narradores posmodernos en busca de ficción autorreferencial, o comoquiera que la llamen hoy día, con la diferencia de que Schwartz lo escribió en 1937. Pero no se queden sólo en la cáscara, en lo novedoso de que el narrador refiera su pasado a través de una onírica pantalla de cine, la película su propia vida desde el momento en que su padre (futuro) le propone matrimonio a su madre (futura). Pero la violencia de unas escenas aparentemente triviales se revela cuando el narrador salta de su sillón gritándole a sus padres en la pantalla que no, que paren, que no se dejen engatusar por lo acaramelado del momento, conocedor del resto de la cinta, una película que ya no admite cortes ni saltos, una existencia irremediablemente gris y mezquina: lo que ha sido es lo que será. La vida es lo que tiene que ser, y no hay vuelta atrás. Más allá de esta pequeña obra maestra de su género, los demás relatos que engrosan la colección prosiguen con esa misma percusión urbana y dolorosa, a medio camino entre lo cómico y lo trágico, retrato de una América de emigrantes e intelectuales decepcionados consigo mismos y sus familias, una pila de frustraciones que crece conforme los personajes escarban en su pasado y sus relaciones. Ojalá llegue el día en que se le devuelva a Schwartz el lugar de privilegio que debe ocupar en las letras americanas. Y, puestos a soñar, por qué no imaginar un editor valiente que lo traiga a este país nuestro…

[Delmore Schwartz, In Dreams Begin Responsibilities and Other Stories, Nueva York: New Directions, 1978, 202 pp.]

Cuando a un escritor contemporáneo se le dedica un primer volumen de estudios críticos, uno se debate entre estar de enhorabuena o ceder a las suspicacias. Esta situación se nos antoja similar a la que Russell Harrison exponía en el preámbulo a su volumen de ensayos sobre Charles Bukowski Against the American Dream: Essays on Charles Bukowski (Santa Rosa, CA, Black Sparrow Press, 1994), donde expresaba su sorpresa de que un escritor estadounidense de la segunda mitad del siglo XX escribiera sin reparos sobre el mundo del trabajo de su país y el estilo de vida que la actividad laboral imprimía en todo un pueblo. Harrison reflexionaba a continuación sobre la validez de ciertas teorías de corte marxista, procedentes algunas del viejo continente, otras asentadas en el nuevo, toda vez que el capital se había mostrado de forma manifiesta incapaz de proveer el bienestar de las naciones, a pesar de que amplios sectores de la población estadounidense seguían (siguen) presas de la creencia de las bondades del gran dinero. Todo depende, claro está, de en qué lado de la ecuación te encuentres, pues no es difícil intuir que la dicha de unos es el infierno de los otros. Pero retornemos a nuestro primer aserto, ése que casi es sinónimo de hallarse entre Escila y Caribdis, y no tanto por el hecho en sí como por a quién se le dedica la colección de ensayos. Se aplaude el libro porque no hay motivo para rechazar las diversas incursiones más o menos expresionistas en la crítica literaria (unas, de carácter social, otras más centradas en lo puramente textual, casi todas impregnadas de lo biográfico), pero el resquemor de que a un autor tan libre, tan genuino, se le encasille persigue cada instante de la lectura de un libro de esta naturaleza. Conviene, pues, recapacitar. En primer lugar, entre el elenco de analistas encontramos a Rick Bass, novelista y amigo personal de Brown, cuya aportación al conjunto del volumen es la de prologarlo con un panegírico con el que alabar la obra y la persona del autor de Oxford, estado de Misisipi. La introducción corre a cargo de Jean W. Cash, coeditora del volumen y, para más señas, estudiosa de la obra y vida de Brown hasta el extremo de hallarse preparando la biografía del novelista. Los artículos que integran el cuerpo del libro, por orden cronológico de publicación, están dedicados a las colecciones de cuentos, las novelas y los ensayos de Larry Brown, y entre sus autores destacan, a nuestro juicio, el de Jay Watson, que se nos antoja el núcleo del volumen sobre el que gira el resto de escritos. Watson, que en su día editó un hermoso volumen de entrevistas con Larry Brown (Conversations with Larry Brown, Jackson, University Press of Mississippi, 2007), centra su análisis en el Sur estadounidense, y en particular lo que concierne a la economía más desfavorecida de sus habitantes del paisaje rural en virtud de un territorio concreto. La tesis fundamental de Watson es que, referido a Joe, «las condiciones de tensión y penuria económica no sólo impiden la toma de conciencia de temas ambientales en la novela de Brown sino que también, acaso de manera sorprendente, la crean. Joe demuestra que el ambiente sureño exige un profundo análisis socioeconómico: debido a que la historia natural del Sur es, significativamente, sinónimo de su historia social —y viceversa—, cualquier explicación de la […] ecología de una infancia blanca, rural y pobre debe estar acompañada de un estudio económico del paisaje correspondiente» (pág. 49). No se trata, pues, de una fábula en la que un padre y su hijo (y, por extensión, su familia entera) se enfrentan a una serie de peripecias más o menos degradantes, sino que la humillación que sufren los personajes viene provocada por el uso corrupto e indebido una tierra de por sí fértil y próspera. O, en otras palabras, el retrato que Bukowski hacía del ciudadano de clase media o baja de la gran urbe estadounidense lo recoge Brown para aplicarlo a ese mismo tipo de sujeto, ubicado en el fondo abisal del Sur más lacerado. Quizá sea éste el motivo, urgente en el ensayo de Watson pero asimismo perceptible en el resto de los que componen el volumen, que nos alejen de la tediosa dicotomía que planteábamos al comienzo de estas notas, motivo que, como las nereidas con los argonautas, nos ayuden a sortear los monstruos del estrecho de Mesina.

[Jean W. Cash y Keith Perri (eds.), Larry Brown and the Blue-Collar South, Jackson, University Press of Mississippi, 2008, 184 pp.]

En 1997 Fernando Vallejo revisó la que en 1991 había publicado por vez primera, la biografía del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, acaso desconocido a este lado del Atlántico, pero nombre señero no sólo en Colombia, sino en todo el continente americano. Su obra, vibrante por lo que de lírica enamorada de la vida y aterrada de la muerte tiene, es paralela al trajín que su existencia conoció. Hombre polifacético, de mil y un nombres, tan pronto disoluto con sus fondos como prácticamente arrojado a la mendicidad más degradada, Barba Jacob se le escurre al biógrafo cada vez que intenta alcanzarlo. Vallejo hace uso de todo su arsenal para tratar de cercar a su presa, mas con cada avanzada suya se le escapa el poeta: tan pronto oye éste acercarse a su cazador, se las apaña para ocultarse bajo un nuevo pseudónimo, o coger un barco que le aleje de su morada, o se deja acompañar de todo tipo de personajes, algunos ilustres, otros tragados por la vorágine del tiempo, que todo lo engulle. Jamás había leído antes una biografía en la que la figura del biografiado fuera tan elusiva y, por eso mismo, tan delicada y mélica. Vallejo se pasea por hemerotecas, entrevista a los supervivientes que trataron a Barba Jacob, indaga por los lugares que el poeta frecuentaba, husmea por entre legajos y memorias escoradas, realiza una labor de detective privado en esta biografía que es casi persecución de su objeto, siempre inaprensible, creciendo en mito –aunque no en densidad material– conforme avanzamos llevados de su mano. Y, por fin, después de más de cuatrocientas páginas casi lisérgicas, cuando por fin Vallejo lo apresa, descubrimos lo que desde el principio veníamos sospechando, que, como se nos dice, "Barba Jacob es humo".

[Fernando Vallejo, El mensajero. Una biografía de Porfirio Barba Jacob, Bogotá, Alfaguara, 2003, 422 pp.]


Nigel Barley es una lectura obligada para estudiantes de antropología -salvadas las tres décadas que nos separan del trabajo de campo (1978) y de la primera edición del libro (1983)-, e igualmente muy recomendable para el público aficionado a la buena literatura y al humor británico. En El antropólogo inocente, Barley desgrana la experiencia del antropólogo que efectúa su primer trabajo de campo en el seno de una tribu de las llamadas primitivas, los dowayo, en lo más alejado del Camerún postcolonial. Con una ironía a medio camino entre la flema y el gusto por desmitificar, Barley abandona las solemnidades del científico y, sin dejar de lado la cultura objeto de su estudio, ahonda en la naturaleza humana a través del ejemplo particular de los dowayo: ni éstos son tan diferentes a los occidentales que conocemos, ni todos los dowayo son el mismo. El reconocimiento de la personalidad individual en el hombre primitivo hace de Barley un estudioso mucho más respetuoso de la realidad y de la dignidad humana. Lejos de salvaguardar el prestigio casi heroico que atribuimos a los antropólogos desde Malinowski, Barley, doctor en Oxford, se retrata víctima de la exasperante burocracia africana, de las sospechas de espionaje, de la enfermedad, del sol y la lluvia, de las dificultades lingüísticas, de las chanzas de sus vecinos dowayos, de la discreción de los guardianes de sus secretos, del subprefecto local y de la curiosa lealtad de su asistente... Barley humaniza su trabajo y lo coloca al alcance del lector común, aportando, además, un ágil y brillante relato en el que la ironía y la humanidad bailan en cada una de sus hilarantes anécdotas. Hay que destacar también la traducción de María José Rodellar, que no ha perdido frescura más de veinte años después.

[Nigel Barley, El antropólogo inocente. Notas desde una choza de barro, prólogo y revisión técnica de Alberto Cardín, traducción de María José Rodellar, Barcelona: Anagrama, 2004 (18ª ed., 1ª de 1989), 236 pp.]

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