El volumen de relatos completos que publicó en el año ’79 Black Sparrow Press tiene una ventaja y un inconveniente. El último es, sencillamente, que no son los relatos completos, que a estos Collected Stories le segurían, pocos años después, otra docena de ellos que verían la luz en forma de libro. Ambos volúmenes, el que hoy comentamos y el otro de la docena extra, serían objeto de recopilación en un solo libro final, hace unos pocos años. La cuestión es que, una vez recogidos todos los relatos, dejaron fuera la gran ventaja de los Collected Stories originales: la introducción que escribió Gore Vidal para el libro. Paul Bowles, a pesar de ser considerado por algunos el padre espiritual de los beat, el americano que ha pasado su vida entera fuera de su país, el gurú de las patrias ignotas, el que de tanta patria como tenía casi se acercaba al estatus de apátrida (no formalmente, como Ciorán, pero sí de corazón), debido a su singularidad creadora fue ignorado, cuando no ninguneado, por las autoridades académicas y literarias estadounidenses. Así pues, si Gore Vidal deja caer, refiriéndose a Bowles, que “sus relatos se encuentran entre los mejores que jamás se hayan escrito en Estados Unidos”, los ojos se giran en esa dirección y la gente comienza a susurrarse unos a otros los nombres prohibidos por los mandamases universitarios. Y si la gente lo lee, el espíritu de Bowles pervive, más allá de las academias y de los prohombres de la patria y la cultura. “At the end of the town’s long street a raw green mountain cut across the sky at a forty-five degree angle, its straight slope moving violently from the cloudy heights down into the valley where the river ran” (“Terminada la ciudad, al final de su única calle larga, una montaña verde sesgaba el cielo con un ángulo de cuarenta y cinco grados, su recta falda caía con violencia desde las alturas nubladas para adentrarse en el valle por el que se deslizaba el río”). Imágenes dinámicas, grandes extensiones geográficas en movimiento, escenas que se describen sin amontonar adjetivos, sino merced a sus cualidades visibles y sus idiosincrasias, figuras humanas de culturas ajenas a Occidente que se presentan rugiendo en su ámbito cotidiano y que, entonces, se las descarga de la mirada decimonónica que, con intención colonizadora, describía los paisajes como exóticos. Nada mejor que cargar las tintas sobre el misterio de las culturas, pues, como cualquier teólogo/filósofo sabe, el misterio tiene una componenda de pavor, así como otra de atracción. Bowles sacude la cabeza, cierra los ojos y, tras volver a abrirlos, recupera la mirada genuina (que no pueril), desinteresada (que no esquiva) y enamorada (que no conquistadora) sobre los parajes y sus gentes. El menos americano de los americanos, el más universal de todos ellos.

[Paul Bowles, Collected Stories, 1939-1976, Santa Rosa, CA: Black Sparrow Press, 1979, 419 pp.]

Los comienzos nunca resultan sencillos, de manera que para no liarnos más de la cuenta, empecemos por el título: El vino de la juventud. Múltiples asociaciones subconscientes, para los que aún nos sabemos bajo la tenue influencia católica de nuestra juventud: bandejas, cestillos para la colecta, dirigir la vista a los cielo pues allá en lo alto ha de estar la fuente de la gloria, el motivo de la vida, la alquimia del nada-por-aquí, nada-por-allá que transforma el vino en sangre, el pan en carne. La prestidigitación elevada a la enésima potencia. El vino es aún vino, y el pan, pan, mas, por arte de birlibirloque, vemos lo que creemos ver. Regresamos así al tiempo de los cirios quemándose lentamente, de las estancias impregnadas de agrio incienso, del confesionario burlón y yemas de los dedos rozándote la punta de la lengua. Pero la España nacional y católica de los años setenta no es el suroeste americano católico y obrero de los ’30, el de los barrios de emigrantes italianos empleados en la construcción, el campo, las fábricas, las conserveras, los mataderos. Caracterización de personajes. Primero, la madre: “From the beginning. I hear my mother use the words Wop and Dago with such vigor as to denote violent distate. She spits them out. They leap from her lips. To her, they contain the essence of poverty, squalor, filth. […] As I begin to acquire her values, Wop and Dago to me become synonymous with things evil. But she’s consistent” (“Desde el principio. Mi madre usa las palabras Wop y Dago con la intención de que su contundencia las haga rebosar de aversión. Las escupe. Le saltan a borbotones de la boca. Según ella, contienen la esencia misma de la pobreza, la inmundicia, la sordidez. […] A medida que voy interiorizando sus valores, Wop y Dago se convierten en sinónimos de todo lo malvado. Y su práctica es constante”). “Wop” es el término despectivo con el que el estadounidense blanco y protestante se refiere al individuo de ascendencia italiana; “Dago” se usa en el mismo contexto, pero en tiempos de Fante incluía, además, a españoles, portugueses y, en general, latinoamericanos. Hoy día sólo alude a los italianos, con una inmensa carga despectiva. Así pues, la traducción de esos términos como “italianini” o “espagueti” u otros vocablos similares se habría quedado corta. No valdría en español. Más detalles terminológicos. “Dago red” es, por otra parte, “vino barato” o “tintorro”, por ser el tinto que beben los “Dagos”, claro. Para este término la amplitud de uso es universal, pues no importa la procedencia del vinarro: sea o no italiano, es “Dago red”. Y ahora llega el instante del conejo que brinca de la chistera: esta colección de relatos que hoy comentamos incluye el primer libro de relatos de Fante, de 1940, al que se le suma otra media docena de relatos posteriores. El título del primer libro de relatos era, precisamente, Dago Red. ¿Qué les parece? Llega entonces el turno del retrato paterno: “La de padre no lo es. Le preocupa poco cómo dice las cosas. Sus estados de humor dictan sus juicios.” Y prosigue de esa guisa, detallando que Cristóbal Colón era un Wop genial, como también lo era Caruso, según su padre, al igual que sus amigotes y sus cuñados. Ya sugerí que los comienzos no suelen ser fáciles. Sigo en mis trece.

[John Fante, The Wine of Youth. Selected Stories, Santa Rosa, CA: Black Sparrow Press, 1997, 269 pp.]

Llegado ya el final de este volumen, su autor quiere aclararle al lector que “cuando empecé a escribir quería ser poeta, pero no tenía el don para ello y, en su lugar, me enamoré del relato corto, la prosa cuya forma se encuentra más cercana a la de la poesía lírica”. Bueno, no es un mal comienzo como declaración de principios, pero no me negarán que llama un poco la atención si quien eso afirma se ha dedicado con tanto ahínco a esa otra forma, por simple deducción, no tan cercana al lirismo poético: la novela. Pongamos, pues, en la balanza literaria las cuatro colecciones de relatos de Russell Banks y, en el otro platillo, las, al menos, doce novelas que ha escrito hasta el momento. ¿Cómo dicen? ¿Que acaba de publicar otra? Vale entonces: sus trece novelas. No debe de estar, pues, en la cantidad el secreto del placer que aún confiesa experimentar, sino en alguna otra fuente. Entiende Banks que la novela adolece de cierto carácter burgués y respetable que, “como un matrimonio bien avenido, exige dedicación, tolerancia y compromiso” y, en su lugar, prefiere la descarga de adrenalina del buen relato porque “nos perdona nuestra naturaleza veleidosa, recompensa nuestro anhelo de éxtasis y hace de la memoria a corto plazo una virtud”. Ahora sí que me ha convencido. De modo que me retrotraigo al principio del libro y la colección toma un cariz distintivo. En primer lugar, porque los personajes aparecen por doquier, no sólo como protagonistas de algunas historias, sino como trasfondo de otras, lo cual imprime al conjunto un singular carácter de cohesión (prefiero creer que Banks no nos quiere hacer pasar el gato del tiempo de la ficción por la liebre del tiempo real: que los personajes se prolonguen en el espacio no los hace más reales, oiga usted). Lo admitimos como un procedimiento oportuno para lograr que las dos dimensiones de la página se hinchen y adquieran alma. Pues si hay algo en déficit y que hay que rastrear en este libro es, precisamente, eso, alma. Sir Walter Raleigh, aquel ingenioso tasador del humo de un cigarro puro, se las vería y desearía para aplicar su método con estos relatos si lo que buscara fuera medir cuánta alma se encierra en ellos. Dolor, remordimientos, rencor: esos son los pilares que sustentan las relaciones de estos relatos. Padres e hijos enfrentados, esposos al borde del abismo, amantes angustiados por los celos, la sospecha y la rabia. ¿Cómo es posible, entonces, que Banks logre que el lector se interese por las miserias de estas gentes que habitan el más fantasmagórico de los desiertos morales? ¿Será, quizá, porque sus sueños son universales, porque en el fondo compartimos las mismas expectativas, porque los fantasmas que habitan sus noches son estos que a nosotros nos espantan?

[Russell Banks, The Angel on the Roof, Nueva York: HarperCollins, 2000, 506 pp.]

Sueños, recuerdos, fantasías, el inasible material del aire, de las palabras, las conexiones libres y espontáneas de la composición jazzística, del formato del blues, simple en apariencia y desgarrado en la garganta, que es su fondo: “Where is Italy? / How can I find it in my mind / If my mind is endless?” (“¿Dónde queda Italia? / ¿Cómo hallarla en mi cabeza / si mi mente es infinita?”, del Coro 47). 242 coros conforman este, a decir del propio Kerouac, canto de una tarde dominical que fluye a veces con brincos, a veces con retrocesos, que se desliza sin avisar para pararse en seco a medio camino, girarse para comprobar si le sigues, sacarte dos cuerpos de ventaja y, cual ectoplasma, plantarse delante de tus narices para susurrarte a la oreja los últimos acordes con palabras que brillan y gimen y se tronchan de la risa: “America is a permissible dream, / Providing you remember ants / Have Americas and Russians / Like the Possessed have Americas / And little Americas are had / By baby mules in misty fields / And it is named after Americus / Vespucci of Sunny Italy” (“América es un sueño lícito, / siempre que recuerdes que las hormigas / tienen Américas y que los rusos, / como los Demonios, tienen Américas / y que mulas bebé tienen / pequeñas Américas en campos brumosos / y que lleva su nombre por Américo / Vespucio de la soleada Italia”, del Coro 51). Nada que ver, entonces, con aquellos Sketches de los que hablamos hace tiempo, pues ahora el tono es juguetón, despreocupado, casi infantil, sin que por ello pierda el cantor ni un ápice de control sobre sus versos. Pero no nos confundamos: una cosa es la chanza y el tralalí-tralalá, y otra bien distinta dejar que las palabras acaben formando una masa pastosa e intragable. El “Merrily we roll along / Dee de lee dee doo doo doo / Merrily merrily all the day” del Coro 53 puede sonar pueril fuera de contexto, pero una lectura atenta se percata del valor de las canciones infantiles, de la importancia del sonido y el ritmo de las palabras, de esos ripios sin sentido que nos acompañan de camino a casa, repitiendo su tarantela entre dientes, pues la música rescata y libera al niño que, algunos aprisionado, otros casi obliterado, todos llevamos en nuestro interior. Permítanme una vuelta de tuerca final: “Nirvana aint inside me / cause there aint no me” (“Yo no tengo dentro el nirvana / porque no hay tal yo”, del Coro 198), asegura este buda de la carretera, este monje saolín con vaqueros y hambre de cielo y dharma y hierba y amor. “Do not Seek, / and Eliminate nothing” (“No Busques, / no Elimines nada”, del Coro 187). Nada es real. Ni lo de fuera, ni lo de dentro. Y vuelta a empezar con el jazz consonántico y chingón: “E Terp T A pt T E rt W – / Song of I Snug our Song / Song of Asia High Gang / Clang of Iron O Hell Pot / Spert of Ole Watson Ville / Gert / Smert” (del Canto 223). Que cada cual que encuentre su traducción.

[Jack Kerouac, Mexico City Blues, Nueva York: Grove Press, 1990 (1959)]

¿Será posible que para que alguien se interese en España por la obra de Harry Crews tenga que venir el actor y director Sean Penn a decirnos lo mucho que le impresionó la lectura de sus novelas? ¿Será posible que sigamos siendo así de paletos, que tenga que venir este Mr. Marshall de las letras a recordarnos nuestras carencias, aquel secular vamos-siempre-por-detrás-de-todos-los-demás que con tanto empeño nos inculcaban en las clases de arte y literatura en los institutos? ¿Cómo? ¿Que ya no lo recuerdan? ¿Tan lejos les queda la adolescencia? ¿Se les olvidó lo de que cuando en Europa –y por “Europa” se entendía siempre, desde luego, Francia, Alemania e Inglaterra– se pegaban por ver quién era el más gótico, el más macabro, el más enamorado de cementerios, cadáveres, árboles retorcidos sobre acantilados y riscos imposibles, aquí aún seguíamos anclados en el didactismo de Jovellanos y Moratín? ¿Que cuando aquí, tímido y cohibido, Bécquer le cantaba a los muertos solitarios en sus tumbas, en Europa ya se rompían la cabeza para despuntar como el más moderno y, si me apuran un poco, el más modernista de todos? ¿Será posible que, ahora que nos sentimos Europa, tengamos que volver los ojos al otro lado del Atlántico para que sus ángeles mensajeros nos traigan la buena nueva de los narradores de los que poco sabemos, de los que nos empeñamos en no conocer? Y fíjense ustedes en quién escribe esta diatriba, en quién se adentra en estas reflexiones: aquél que no ceja en su empeño de que las voces sin versión española se oigan por estos lares. Pero no me malinterpreten. Si mañana por la mañana sé de algún editor que se anima a indagar en la obra de Harry Crews, que sean mis parabienes con su inquietud; lo que me pone en el disparadero es que seamos tan esnobistas, tan provincianos, tan tibios y tan timoratos como para hacer oídos sordos a quienes nos hablan de la calidad de la obra de novelistas y poetas, de los que no se tiene noticia aún, por el mero hecho de ser paisanos (de la patria grande o la chica). Coinciden, creo yo, dos tendencias, dos actitudes que, de tan añejas, ya huelen a rancio. La primera, el perpetuo complejo de inferioridad ibero; la segunda, el amiguismo. ¿Quién dices que está hablando de Robinson Jeffers? ¿Quién es ese que tanto da la murga con Larry Brown, Denis Johnson, Al Purdy, James Schuyler, Delmore Schwartz, Nelson Algren o Barry Hannah? ¿Cómo dices que se llama? ¿Ingelmo? Ni idea, chico. Y entonces llega Sean Penn (gran actor, mejor lector) y dice: “Crews es el poeta de los extremos. Su lenguaje me obsesiona” (El País, domingo, 20/01/2008, “Cultura”, p. 44), y todos corremos a las librerías y bibliotecas en busca de las novelas de Crews, en particular la que menciona el actor, El artista del KO. El chasco es que, una vez más, nada. Nada de nada. Cero. Nihil. Kaputt. ¿Se interesará ahora alguien por Harry Crews?

[Harry Crews, The Knockout Artist, Nueva York: Harper & Row, 1988, 269 pp.]

En España se conoce, sobre todo, la faceta narrativa de Fernando Vallejo, y acaso sus dispersos ensayos (uno de biología, otro contra la física de los físicos, el más reciente contra la Iglesia de Roma), pero previo a sus novelas es Logoi, escrito muy deprisa, en poco más de un año, con la urgencia que requieren las aclaraciones personales, sin pensar en el potencial público lector. Quien en La virgen de los sicarios, a través de su narrador y álter ego, se consideraba “el último gramático vivo de Colombia” (afirmación hecha previa a que el Fernando Vallejo de carne y hueso renunciase a su nacionalidad colombiana para adoptar la mexicana), escribió esta gramática del lenguaje literario, única en su género, con la voluntad de afianzar sobre el papel los aprendizajes que, por debajo del discurso universitario recibido, habían ido tomando forma paulatinamente en su sesera. Vallejo tenía interés en aquellas enseñanzas de lingüística, sin duda, pero no tanto en la erudición implícita, ni en el mero conocimiento teórico de la disciplina: su verdadero deseo era ser escritor. Sin embargo, sus profesores no eran escritores, y ninguno de ellos le podía proporcionar ni las pautas ni las técnicas necesarias para iniciarse en el oficio. Así surgió Logoi, para suplir una carencia, con la intención expresa de marcar los límites entre el lenguaje hablado y el escrito, que es la clasificación primaria a la que Vallejo apela. La distinción no habría que fijarla, entiende él, entre prosa y verso, sino entre habla y escritura, ya que esta última se rige según unas leyes características. De este modo queda establecido el objeto de estudio de Logoi: la prosa escrita, la prosa de los escritores, el funcionamiento interno del motor que impulsa las narraciones escritas. Una vez expuesta la poética vallejiana en la breve pero intensa Introducción al volumen, resta aplicarse a la segunda razón de ser del libro: elaborar un catálogo del uso de la lengua escrita, en capítulos cuyos títulos recuerdan, engañosamente, a los manuales de retórica y preceptiva literaria (éstas versaban sobre la poesía clásica y romántica), todos ellos acompañados de una gran abundancia de ejemplos en varias lenguas, pues la meta final que a todos los anima es demostrar que, tras los avatares de la poesía, que en su origen fue el ritmo con el que el oído aprendía los cantos y los traspasaba a otras bocas, la literatura occidental se encontraba ya, germinalmente, en la Ilíada, que todas las tradiciones literarias europeas comparten una misma raíz, y que la Ilíada es el artefacto que ha sobrevivido, con su cualidad singular de prosa escrita, al olvido del tiempo que todo lo engulle y nada respeta. Para quien se interese por este estudio, valga la advertencia de que no está publicado en España (a pesar de su reciente reedición), aunque también es cierto que tenemos la fortuna de contar con librerías virtuales que te lo entregan en mano. Vale.

[Fernando Vallejo, Logoi. Una gramática del lenguaje literario, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1983, 546 pp.]

En casi todas las primeras cartas que Al Purdy le enviara a Charles Bukowski en 1964, justo al comienzo de su relación epistolar de casi diez años, el nombre de Robinson Jeffers, siempre acompañado de algún epíteto o comentario elogioso, fue una constante. Concluía entonces el canadiense que “Jeffers es el otro poeta estadounidense del que puedo sacar algo en claro”. Y, a propósito de unas observaciones sobre la escena literaria del momento, la de los Creely, Corso, LeRoi y el resto de la pandilla, Bukowski le respondía a Purdy con estas palabras: “A los huesos de Jeffers les entran arcadas enterrados en el barrizal infestado de gusanos”. Sabemos que Bukowski era bastante inclinado a la hipérbole cuando del uso de imágenes se trataba, aunque tras su exabrupto se oculta algo revelador: Bukowski y Purdy no eran los únicos que apreciaban la poesía de Jeffers, sino que, antes bien, les acompañaba todo un coro de voces líricas. Así, Czeslaw Milosz daba fe del poderío de la extensa línea de Jeffers, heredera de la de Whitman, aunque más proclive a la narratividad y no tan sonora como la del neoyorquino; otros, más jóvenes, como Mark Jarman, Robert Hass y William Everson, por citar unos pocos, admiten que la obra de Robinson Jeffers les ha influido en la suya propia, en mayor o menor grado. Pero, ¿qué sabemos en España de uno de los grandes poetas norteamericanos? (No en vano, en la década de 1920 trataba de tú a Frost, a Pound y a Eliot). Pues sabemos poco. Demasiado poco. En español encontramos publicada una Antología por la editorial mexicana Libros del Umbral. Es un volumen magro, enjuto, cercano a lo famélico, casi parece que estuviera pidiendo permiso de compartir espacio en los anaqueles, pues no llega a las 200 páginas, cuando la obra poética de Jeffers ocupa 5 gruesos y orondos volúmenes que rondan o superan las 500 páginas cada uno de ellos. Destaquemos un valor de la poesía de Jeffers, casi cien años después de que él empezase a escribir: el encono y la rabia (perruna) o la pasión y el ardor con los que los eruditos y académicos tratan sus versos. Imposible que lleguen a un acuerdo sobre la naturaleza e intención de su extenso legado lírico: ¿Post-trascendentalista, en tanto que discípulo de Emerson y Thoreau? ¿Neorromántico? ¿Qué pretendía con sus descripciones del paisaje californiano, los halcones que sobrevolaban sus cielos imponentes, los árboles retorcidos por cima de los riscos? ¿Por qué ese empeño inagotable en retratar al hombre como un ser arrogante, débil, violento, sediento de sangre, lujurioso de carne? Antiidealista (“Guárdate del terrible vacío de la luz del espacio, de la charca / sin fondo de las estrellas”) y misántropo (“Guárdate de percibir la maldad inherente del hombre y la mujer”), contrario a todo grupo humano (“... mientras la civilización y todos los otros males / que hacen ridícula a la humanidad...”), Jeffers buscaba lo permanente, lo cierto, lo inmutable, la verdad de la verdad: “¡Qué extraordinaria paciencia la de las cosas! / […] / Mientras, la imagen de la belleza prístina / pervive en el grano mismo del granito / tan a salvo como el infinito océano que escala el acantilado”.

[Tim Hunt (ed.), The Selected Poetry of Robinson Jeffers, Stanford, CA, Stanford University Press, 2001, 758 pp.]

Nicolau Maria Rubió i Tudurí (Mahón, 1891-Barcelona, 1981), perteneciente a una familia de técnicos e intelectuales catalanes, fue arquitecto, paisajista (responsable, por ejemplo, de los jardines de Montjuïc o del Palacio de Pedralbes) y escritor. Hoy, su figura y su obra están siendo reivindicadas gracias al trabajo de algunos estudiosos y de instituciones como la Fundación Nicolau Maria i Montserrat Rubió (NMART, Barcelona) o el Instituto Menorquín de Estudios (IME, Mahón), dependiente del Consejo Insular de Menorca. Rubió i Tudurí, un “burgués liberal, culto y civilizado”, huyó del fascismo y de la revolución catalana en 1937 para refugiarse en su admirada París. Depurado en su ejercicio profesional por la dictadura franquista en 1940, vivió en la capital francesa la ocupación alemana de 1940-1944. En 1945 decidió volver a Barcelona, adonde viajó en compañía de Josep Maria Sert (quien moriría el mismo año).

Aparte su abundante producción técnica, su obra literaria y su pensamiento ha sido objeto de una tesis doctoral y de una monografía de Josep Maria Quintana. De sus escritos personales, Quintana edita ahora una selección compuesta por cuatro textos mecanografiados, tres de ellos originalmente escritos en francés y uno en catalán: a) las notas en forma de diario tituladas Latins en servitude. Paris 1940-1944; b) la breve memoria Exode. De Paris à Soings-en-Sologne et retour, du 11 Juin au 3 juillet 1940, fechada en julio de 1940; c) el diario Campanya de França, 1944, treinta folios en catalán sin corregir; y d) Dernier voyage de Josep Maria Sert de Paris à Barcelone, unas notas del viaje en automóvil de vuelta a España que Sert y Rubió compartieron en 1945, que se conservan junto con su traducción al catalán, posiblemente del mismo Rubió y Tudurí. Se trata de un interesante conjunto de testimonios sobre la vida de los españoles exiliados en el París ocupado por Hitler, sobre la misma ocupación, sobre las relaciones entre franceses y ocupantes, sobre las violencias y las estrecheces de la guerra, sobre la vida de artistas como Picasso o Sert y sobre la propia actividad literaria de Rubió y la existencia cotidiana de su familia en aquellos años tristes. Estas páginas alumbran también el pensamiento más mediterraneísta que catalanista –humanista en todo caso y también eurocéntrico– del arquitecto menorquín, quien lo desarrollará por extenso en un ensayo escrito precisamente en esos años, La Patrie Latine.

De todos estos textos, el primero, que da título al libro, y el último son los que menos nos interesan desde el punto de vista de la escritura autobiográfica, dado su carácter más netamente literario. Latins en servitude, redactado o decantado a posteriori en forma de notas diarias, añade voluntad de estilo y un poderoso elemento reflexivo a algunas impresiones que aparecen en Campanya de França con mayor urgencia y frescura. Su interés no estriba, pues, tanto en su carácter de escritura del yo como en sus contenidos testimoniales y filosóficos. Las notas del viaje a Barcelona con Sert forman también un relato de evidente intención literaria, que no exhala el perfume de la inmediatez y la sinceridad que aquí nos interesa. Exode, por su lado, es un texto fresco y vibrante, redactado a modo de memoria también con posterioridad a los hechos descritos: la huida de París al campo en la primavera de 1940 ante la llegada de los ejércitos alemanes y el regreso a la capital tras el armisticio. La presencia en el discurso de detalles muy pormenorizados acerca de lugares, nombres, climatología, etc., así como de una gran exactitud cronológica, afinada hasta la hora en que suceden buena parte de los hechos, apunta hacia la existencia de unas notas diarias previas que desconocemos. Pese a la elaboración del texto, éste conserva la viveza de lo vivido muy recientemente. Por último, el texto titulado Campanya de França, 1944 sí reúne las condiciones de un diario sin ulterior elaboración, por tratarse “d’un text no preparat definitivamente per a donar a la imprenta”, en palabras del editor, Josep Maria Quintana, que afirma haber corregido su gramática y su ortografía. El trabajo de edición de Quintana, cuyas numerosas y notables imprecisiones en la traducción, en las referencias y en la organización de los materiales no es el momento de enjuiciar, excluye la posibilidad de analizar de forma absolutamente fidedigna las características lingüísticas y estilísticas de los textos recogidos en el volumen.

Excusado lo antedicho, Campanya de França, 1944 constituye un texto ejemplar e interesantísimo en lo que se refiere a su tipología. Las notas vienen encabezadas por fechas que van del 6 de junio al 26 de agosto de 1944. Escritas originalmente en catalán, conforme a la edición de Quintana incorporan numerosas palabras y expresiones francesas que justifican la honda integración de Rubió i Tudurí en la cultura y la sociedad del país vecino. Cada nota suele incluir información bastante exhaustiva y más o menos objetiva sobre los diversos asuntos que a Rubió le parecieron dignos de reseña en aquellos momentos históricos: las alertas de bombardeo y los ataques y sobrevuelos de aviones aliados; noticias radiofónicas acerca de los avances aliados en suelo francés (desembarco, establecimiento de cabezas de puente, combates, liberación de diversas localidades, combates en los suburbios de París) o en los frentes internacionales; la presencia de militares alemanes en las calles, que disminuye progresivamente, y la de los combatientes de la Resistencia, que crece en inversa proporción, solapándose ambas en algunos momentos de confusión en las postrimerías de la ocupación germana; los rumores que cunden entre la población; incidentes nocturnos; suministros (“he portat cebes, cols, cireres i ravanets”, por ejemplo, o la reiterada alusión a la cola del pan, una de las actividades que Rubió reseña casi cotidianamente); precauciones necesarias y celebraciones inevitables. Pero también apunta Rubió pequeños hitos personales: las relaciones con otros españoles y, en particular, con otros artistas e intelectuales catalanes en el exilio; la documentación en bibliotecas y los avances de sus escritos, ya sean dramáticos, historiográficos o ensayísticos; otras actividades cotidianas como pasear, ir al cine o al teatro, asistir a conciertos, visitar exposiciones, etc.; y el tiempo que ha hecho ese día.

Da la sensación de que Rubió i Tudurí, llegado el momento decisivo de la victoria aliada, no quiere dejar de hacer constar ninguna de las vicisitudes privadas o públicas que vaya a vivir en los meses que separen Normandía de la evacuación nazi de París. Las notas de este texto están prácticamente exentas de reflexión; parece que Rubió pretende dejar que los hechos hablen por sí solos y, así, es elocuentemente aséptico cuando atestigua que “la fruitera de baix ens diu que la seva petite nièce li telefona de Clamart que ja ha embrassé un soldat de la divisió Leclerc”; o cuando concluye su diario con una entrada correspondiente al 26 de agosto de 1944 enormemente sucinta y, al mismo tiempo, significativa: “Obro el balcó, fa sol, i ja som a l’altra banda”. Lo subjetivo vendrá luego, cuando Rubió utilice estas notas, que han descrito con sobria exhaustividad su vida durante más de dos meses, en la elaboración de Latins en servitude, ampliando por medio del recuerdo lo que aquí sólo quedó apuntado, o eliminando lo que, teniendo un interés cotidiano, carece de él a la hora de las grandes reflexiones.

Tenemos, por tanto, unas notas redactadas con cierto prurito notarial, pero también pensadas para ser empleadas en un proceso posterior de recuperación de la memoria. Se trata de un uso consciente de la escritura autobiográfica como documento, que no impide que esta actividad tenga, por otro lado, un segundo sentido: la escritura se constituye en el ámbito de la resistencia frente al status quo repudiado por el autor. De alguna manera semejante a como funcionan este tipo de escritos en contextos de confinamiento, el arquitecto liberal –que no es un hombre de acción y a quien la violencia repugna profundamente– proclama en el ámbito privado de la escritura la esperanza que no le está permitido publicar. Cultura Escrita & Sociedad.

Referencias bibliográficas

CASTILLO GÓMEZ, Antonio, y SIERRA BLAS, Verónica (editores): Letras bajo sospecha. Escritura y lectura en centros de internamiento, Gijón: Trea, 2005.
QUINTANA, Josep Maria: Nicolau Maria Rubió i Tudurí (1891-1981). Literatura i pensament, Barcelona: Abadia de Montserrat, 2002.
RUBIO, Nicolas M. [sic]: La Patrie Latine. De la Méditerranée à l’Amérique, Paris: La Nouvelle Édition, 1945.
RUBIÓ I TUDURÍ, Nicolau M.: La Patria llatina. De la Mediterrània a Amèrica, traducción, introducción y notas de Josep Maria Quintana, Barcelona: Institut Menorquí d’Estudis / Abadia de Montserrat, 2006 a.
-------- Llatins en servitud. París 1940-1944, prólogo y traducción de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006 b.

[Nicolau M. Rubió i Tudurí, Llatins en servitud. París 1940-1944, prólogo, traducción y notas de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006]

Algo más de diez años antes de que la novela The Things They Carried (Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, según la traducción de la edición española) convirtiera a Tim O’Brien en el escritor de fama mundial que es, ya había escrito la muy reconocida en su tiempo, pero hoy cubierta por el oscuro velo del olvido, Going After Cacciato, que viene a ser algo así como Tras las huellas de Cacciato. La trama de la historia es relativamente sencilla: Cacciato, un soldado a medio camino entre la idiocia y el idealismo, decide, sin dar parte ni a camaradas ni a superiores, abandonar su puesto y emprender un viaje que, desde Vietnam, le conduzca a París. Una vez allí, y con la intención de animarles, se propone entrevistarse con los responsables de las negociaciones del tratado que ponga punto y final a la guerra. Sin embargo, sus compañeros de patrulla no coinciden con su parecer y, en cuanto se percatan de su deserción, marchan tras él, atravesando los campos y las capitales de toda Asia, Oriente Medio y buena parte de Europa. Los detalles de la vida militar abundan por doquier en la novela –O’Brien mismo participó en aquella guerra que su país se empeñó en librar en las selvas y montes vietnamitas–, lo cual actúa como el imprescindible condimento realista que requiere la verosimilitud de esta narración, como también son habituales las incursiones en la visión del mundo que mantienen los soldados, expuesta en unos diálogos repletos de la jerga y los tecnicismos propios de su edad y profesión, pero que, a medida que el viaje progresa, parecieran cada vez más los de unos civiles que se encuentran no poco desorientados, y no precisamente desde un punto de vista cartográfico, sino, antes bien, vital. Conforme avanza la persecución, más distorsionados se muestran tanto los escenarios exteriores como los retratos interiores de los actores protagonistas. Las linderas entre realidad y ficción se difuminan progresivamente, los hechos y datos parecen querer escurrirse de cualquier observación que siga un criterio racional, la apariencia logra un estatuto de verdad tan imponente que llega un momento en que distinguirlas a ambas es tarea propia de titanes o de dioses. Pero los soldados que van a la caza de Cacciato no son ni lo uno ni lo otro, y las pistas que siguen les plantean más preguntas que las respuestas que de ellas a duras penas consiguen extraer. Sus propios recuerdos, las visiones de los actos de barbarie que tan a la ligera llevaron a cabo y las batallas que libraron, pueblan sus memorias y, a la postre, se convertirán en sus peores enemigos: el pasado estará a todas horas presente, demasiado como para poder ignorarlo.

[Tim O’Brien, Going After Cacciato, Nueva York: Dell, 1979, 395 pp.]

A riesgo de equivocarme, pues mis conocimientos de pintura son muy limitados, el solo título de esta novela, que podría traducirse como Naturaleza muerta con insectos, presenta ya ciertos desafíos. Se me ocurre, casi a vuela pluma, que semejante matrimonio aúna una contradicción, la de la composición pictórica que requiere de objetos inertes, junto a la pasión del entomólogo, centrada en la vida del insecto. Sin embargo, hay una faceta del estudioso de los insectos que lo acerca a la actitud del pintor ante el bodegón: la pasión por el coleccionismo. Piénsese en esas vitrinas repletas de mariposas o moscas o escarabajos, pinchados con alfileres contra un corcho, decorado éste con mayor o menor profusión. La exposición entomológica tiene, pues, algo de la voluntad del pintor que dispone sus materiales de acuerdo con su concepción artística y que, en el caso del científico, cumple una función no sólo acumulativa, sino también clasificatoria. Kiteley utiliza un formato cercano a la viñeta, casi como si de un álbum de fotos familiar se tratase, para que el narrador del relato, Elwyn Farmer, exponga el transcurrir de su vida adulta después de haber sufrido una crisis nerviosa. Tras un epígrafe en el que se comunica, con lenguaje técnico, cada uno de los avistamientos de diversos coleópteros, nos adentramos en sus relaciones familiares (esposa, hijos, hermano, nietos) y laborales, todo ello en un formato íntimo, rozando casi la disección, siempre cuidando el detalle emocional o visual, del mismo modo que hace el observador de insectos, y conectando entre sí cada uno de esos instantes, tratando de darles sentido y, con ello, buscárselo a la vida entera, la suya propia, y la de los demás. Sin trama convencional, sin progresión temática, el movimiento de la novela no es de avance, sino de incursión, de exploración, de buceo. El protagonista, que es el narrador, no es ni héroe ni antihéroe, es un personaje de ficción bondadoso, algo que pocos autores logran plasmar sobre el papel, por miedo a su falta de interés (por excesiva semejanza con el lector potencial) y, para rizar el rizo, lo hace en primera persona. Su voz es, en fin, la de quien concluye que la única salida con dignidad del entablado con decorado de fondo que es la vida es la constancia del científico o la perseverancia del artesano: ambas son, desde luego, tareas desinteresadas. Para Farmer, el paso que hay desde el objeto de estudio hasta su propia persona es inexistente: el mismo ojo que observa y cataloga es el que pondera el alma propia.

[Brian Kiteley, Still Life with Insects, Saint Paul, MI: Graywolf Press, 1993 (1989), 114 pp.]

Hay escritores que cristalizan, como los diamantes, bajo toneladas de presión geológica durante eones incontables, pero que, como aquéllos, nacen muertos, por mucho que su brillo deslumbre en los escaparates. Y es que también la palidez cadaverina es fluorescente y deja a quien la observa hipnotizado, boquiabierto. Luego, de otra parte, están los escritores que van forjando su obra, tallándola artesanalmente, puliendo las durezas, lijando las aristas, jugando con el sonido de las palabras, quemando los folios testigos del fracaso. Pero sin lágrimas ni rechinar de dientes. Larry Brown pertenece a este segundo gremio de menestrales, los que se toman su oficio como una necesidad vital y que no tienen que darle explicaciones a nadie, que consiguen su maestría con un aprendizaje progresivo que no busca el fulgor ni rozar los astros con las yemas de los dedos. Sus modelos son la tierra, los campos, sus gentes, su viejo estado de Mississippi, las historias que los abuelos cuentan a la puerta de una tienda de ultramarinos en las tardes lentas como bueyes, los relatos imposibles de las guerras que ese país de todos los demonios ha librado por todo el globo, las cadencias de las palabras que llenan el aire de recuerdos y que hacen que el tiempo se paralice un instante, que la ilusión del momento apague el transcurrir necesario y doloroso de la vida, que es la muerte. Pues si uno puede ser ahora mismo quien fue antaño, ha despistado a la dama de la guadaña. Al menos por un rato. Y eso es lo que le interesaba a Larry Brown, quien, en sus entrevistas para radios y revistas, confesaba haber aprendido sus artes escuchando a sus mayores para, luego, tratar de reflejar el ritmo de la narración sobre el papel. Brown, que jamás recibió formación universitaria, no escribía con el afán del estrellato en mente, sino como reacción a un impulso interior, a un imperativo: su escritura surgía del monacato, del encierro en una celda y de la perseverancia. Escribir, escribir, escribir, repasar, corregir y vuelta a escribir. Eso hizo Brown. Ensayar con los estilos, buscar la voz propia en cien cuentos y cinco novelas antes de publicar el primer relato, lo necesario para conseguir la imprescindible perspectiva objetiva de su propia obra. Que nadie se acerque a este libro, en fin, en busca de recetas o filosofías, porque se habrá equivocado de anaquel. Quien, al contrario, lo haga con un espíritu ancho y generoso, casi podrá oler al escritor en persona, llegará a degustar su palabra sencilla y su consejo honesto y, sobre todo, aprenderá a despejar, de una vez por todas, la asfixiante ilusión de la fama instantánea.

[Jay Watson (ed.), Conversations with Larry Brown, Jackson, MS: University Press of Mississippi, 2007, 202 pp.]

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