El Premio Cáceres de Novela Corta ha tenido, a lo largo de sus ya treinta ediciones, ganadores de la talla de Eduardo Mendicutti, Paloma Díaz-Mas o Julián Rodríguez Marcos. En 2005 ha sido el turno de la argentina Mori Ponsowy (Garín, Buenos Aires), con una narración ambientada en Venezuela, donde la autora pasó la mayor parte de su vida. Los colores de Inmaculada (un título que se nos antoja feo o injusto) es una magnífica primera novela, que viene después de los poemarios Enemigos afuera (Córdoba, Argentina: Ediciones del Copista, 2001) y Corolario (Madrid: Bartleby, 2006). La autora también ha traducido a los poetas norteamericanos Sharon Olds y Marie Howe.
Los veintitrés capítulos en que se divide la obra alternan la voz de la protagonista, Susana, la de su asistenta, Inmaculada, la del narrador y la de Gregorio, el misterioso remitente de unas cartas que cumplen una importante función en la trama. Las voces de Susana e Inmaculada, teñidas de subjetividad, aportan una misma visión de las cosas, aunque en un caso se trate de la víctima de un bloqueo sentimental y artístico y en el otro alguien que asiste a los mismos hechos y los asume desde el realismo que conlleva la sencillez. La voz del narrador permite presentar desde fuera a Enrique, marido de Susana y aparente fuente de su crisis. Las cartas que Gregorio dirige a Adelina añaden un factor de misterio por aportar un contrapunto fantástico y seductor a la realidad gris vivida por Susana, a quien pronto identificamos con Adelina.
Ponsowy resuelve con gran destreza tanto el planteamiento de la situación y de los personajes como la descripción de las emociones (celos, sospechas, dudas, asco, incertidumbre), a través del diálogo y el monólogo interior. La novela consigue mantener el interés por desvelar las claves del conflicto sentimental hasta el mismo final, mediante una combinación de trucos narrativos que, no obstante, no dejan sabor a truco: una ambigüedad bien trabada entre personajes alternativos, una hábil disposición de indicios y una sabia dosificación de la información al lector. Es manifiesta también la familiaridad con la psicología femenina y con la del enfermo obsesivo, y el empleo de esos conocimientos da fundamento y credibilidad a la historia.
Disfruté mucho con algunos fragmentos en que Ponsowy despliega una prosa especialmente sugerente, que recurre a la imagen y al símbolo, a la fábula y a una sintaxis a veces conceptista a fuer de madura. Así sucede cuando, en el capítulo 18, la voz de Susana describe las lluvias torrenciales. Aparte el empleo de la riada como símbolo –no es el único símbolo acertado en esta novela–, esas líneas son hermosas: “Mañana pocas cosas estarán donde han estado, habrá que ver cuánto tiempo tardarán los barrenderos en devolver la basura a la basura y el miedo a su lugar”, escribe la argentina (p. 81); o “como si durante la sequía hervir y lavar pudiera ser tan sencillo cuando no hay gota de agua que no cueste una de sangre” (p. 83). La revelación de la causa de la ruptura del matrimonio de los padres de la protagonista se nos facilita por medio de una escena plena de sutileza, en un punto en que lo fácil, casi lo irremediable habría sido un cuadro de adulterio flagrante.
Nos encontramos ante una historia no excesivamente original en que nos conducen hasta el final con la tensión intacta el buen narrar y un lenguaje limpio y cadente, apenas perjudicado por algún defecto morfológico: unos “gels anticonceptivos” nada castizos (p. 21). Esta prosa, domeñada por la voluntad de la narradora, elegante en sus trazos, atenta al buen lector, traduce un pensamiento claro y dueño de sí: “que la lluvia lave mi cuerpo hasta despojarme de todo lo que no soy” (p. 104), dice la voz protagonista en su afán por afirmar su identidad contra la adversidad. Y de identidad, en resumidas cuentas, hablan todos los buenos escritores cuando escriben. Querré leer una novela en que Ponsowy despliegue con ambición y aliento mayores las mañas que demuestra en ésta.
[Mori Ponsowy, Los colores de Inmaculada, Cáceres: Institución Cultural El Brocense (Diputación Provincial de Cáceres), 2006.]
Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, 1927-Zaragoza, 2005) fue un inclasificable artista que dejó detrás de sí una obra abundante y polimórfica, en la que literatura y pintura fueron manifestaciones de un mismo espíritu incansable. En 1964 dejó su plaza de maestro en pueblos de La Mancha para mudarse a Palma y trabajar para Cela como secretario de redacción de Papeles de Son Armadans. En Mallorca entró en contacto con John Ulbricht, Robert Graves, Américo Castro y un sinfín de personalidades de las artes y las letras entre las que la de mayor influencia fue Joan Miró. Residió en La Bonanova, muy cerca de Cela y de Miró, hasta 1975, en que se mudó a Zaragoza; en 1969 había recibido el premio Ciudad de Palma por su novela Un caracol en la cocina.
Lo que nos interesa en el momento intensamente mironiano que atravesamos es su libro póstumo Vientos en la veleta, una colección de notas y recuerdos autobiográficos del polifacético autor que Libros del Innombrable publicó el pasado octubre. En su capítulo “Recuerdos de Miró”, Fernández Molina desgrana su acercamiento juvenil –insólito en un bachiller de la época– a la obra de Miró, su posterior acercamiento personal ya en su etapa mallorquina, su amistad con el artista y su familia, la afición del pintor por los objetos encontrados durante sus paseos, su condición de lector de poesía, su carácter, su vestimenta, su relación con el arte efímero y otros muchos aspectos del máximo interés. Se trata de un testimonio excepcional que, por su respeto, discreción, admiración, autorizado conocimiento y cariño infinito hacia el retratado, merece la pena hojear estos días. Para el que desconozca a Miró, puede constituir un delicadísimo primer acercamiento al artista y su obra.
[Antonio Fernández Molina, Vientos en la veleta, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2005.]
Ni está de moda ni la edición es nueva. Tal vez por eso sea aún más recomendable la lectura de un escritor perspicaz como pocos y profesional seguramente como ninguno. Pese a tratarse de una colección de textos privados, sin voluntad de publicación, el escritor de gran talla aflora en la prosa vibrante, en la retórica, en la erudición literaria; por el mismo motivo, la espontaneidad permite acceder al lado más humano del consagrado. Coincidiendo con su relación con Louise Colet, escritora mediocre y amante apasionada, Gustave Flaubert (1821-1880) escribió su celebérrima novela Madame Bovary, considerada uno de los puntales de la narrativa francesa y occidental.
La edición de Siruela presenta una selección de 168 de las cartas que se conservan fruto de esa relación, aligeradas de repeticiones y nimiedades, en un período que corresponde a una etapa convulsa de la historia de Francia, que rueda de la monarquía orleanista a la Segunda República y al Segundo Imperio. Las primeras misivas (1846-1848) resultan cargantes por la almibarada densidad del juego de quereres y desquereres. En 1851 los amantes retoman su aventura y su correspondencia, tras un viaje a Oriente del roanés, que ahora es más maduro y conduce el intercambio hacia terrenos que le interesan más, sin perderse en alambicadas protestas de amor; hasta 1855, en que ella recibe una escueta y tajante nota de ruptura.
El joven que de vez en cuando abandona su refugio en Croisset para acercarse a París y visitar a su amante o relacionarse con un mundillo literario que en general desprecia es ya un escritor profesional. Los larguísimos párrafos que dedica a describir –y lamentar– lo ímprobo de su esfuerzo al componer su Bovary ilustran la tenacidad del autor de raza, que se sobrepone día tras día al tedio y al cansancio. Flaubert abomina de la inspiración y de los sentimientos; por el contrario, basa su trabajo en horas y horas de esfuerzo, de lucha contra el lenguaje y contra sí mismo y de estudio minucioso y reiterado de los clásicos (¡cuánto admiró a Shakespeare, a Sófocles, a Cervantes!), de las lenguas cultas –muertas y vivas–, de la filosofía y de otras materias que consideraba obligatorio conocer; todo lo cual le hace reconocerse inepto para la vida familiar.
La prosa de Flaubert está, además, salpicada de una mordacidad alimentada por su enorme perspicacia y a veces rayana en el sarcasmo. La ironía y una evidente tendencia aristocratizante tiñen sus opiniones sobre política, sobre la condición humana, sobre la condición de la mujer, sobre el amor, sobre el arte y la literatura. En cierta ocasión, a propósito de su calvicie incipiente, escribe: “mis cabellos caen como si fuesen convicciones políticas”. En otro punto afirma que “se hace crítica cuando no se puede hacer arte, igual que se hace uno delator cuando no se puede hacer soldado”... En conjunto, el volumen parece justificar los pareceres de Gide y Proust, para quienes el de Ruán no era tan importante por ser autor de Madame Bovary, Salambó o La educación sentimental como por habernos legado su correspondencia.
[Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, traducción, prólogo y notas de Ignacio Malaxecheberría, Madrid: Ediciones Siruela, 1989 (2ª ed.: 2003).]
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