Ni está de moda ni la edición es nueva. Tal vez por eso sea aún más recomendable la lectura de un escritor perspicaz como pocos y profesional seguramente como ninguno. Pese a tratarse de una colección de textos privados, sin voluntad de publicación, el escritor de gran talla aflora en la prosa vibrante, en la retórica, en la erudición literaria; por el mismo motivo, la espontaneidad permite acceder al lado más humano del consagrado. Coincidiendo con su relación con Louise Colet, escritora mediocre y amante apasionada, Gustave Flaubert (1821-1880) escribió su celebérrima novela Madame Bovary, considerada uno de los puntales de la narrativa francesa y occidental.
La edición de Siruela presenta una selección de 168 de las cartas que se conservan fruto de esa relación, aligeradas de repeticiones y nimiedades, en un período que corresponde a una etapa convulsa de la historia de Francia, que rueda de la monarquía orleanista a la Segunda República y al Segundo Imperio. Las primeras misivas (1846-1848) resultan cargantes por la almibarada densidad del juego de quereres y desquereres. En 1851 los amantes retoman su aventura y su correspondencia, tras un viaje a Oriente del roanés, que ahora es más maduro y conduce el intercambio hacia terrenos que le interesan más, sin perderse en alambicadas protestas de amor; hasta 1855, en que ella recibe una escueta y tajante nota de ruptura.
El joven que de vez en cuando abandona su refugio en Croisset para acercarse a París y visitar a su amante o relacionarse con un mundillo literario que en general desprecia es ya un escritor profesional. Los larguísimos párrafos que dedica a describir –y lamentar– lo ímprobo de su esfuerzo al componer su Bovary ilustran la tenacidad del autor de raza, que se sobrepone día tras día al tedio y al cansancio. Flaubert abomina de la inspiración y de los sentimientos; por el contrario, basa su trabajo en horas y horas de esfuerzo, de lucha contra el lenguaje y contra sí mismo y de estudio minucioso y reiterado de los clásicos (¡cuánto admiró a Shakespeare, a Sófocles, a Cervantes!), de las lenguas cultas –muertas y vivas–, de la filosofía y de otras materias que consideraba obligatorio conocer; todo lo cual le hace reconocerse inepto para la vida familiar.
La prosa de Flaubert está, además, salpicada de una mordacidad alimentada por su enorme perspicacia y a veces rayana en el sarcasmo. La ironía y una evidente tendencia aristocratizante tiñen sus opiniones sobre política, sobre la condición humana, sobre la condición de la mujer, sobre el amor, sobre el arte y la literatura. En cierta ocasión, a propósito de su calvicie incipiente, escribe: “mis cabellos caen como si fuesen convicciones políticas”. En otro punto afirma que “se hace crítica cuando no se puede hacer arte, igual que se hace uno delator cuando no se puede hacer soldado”... En conjunto, el volumen parece justificar los pareceres de Gide y Proust, para quienes el de Ruán no era tan importante por ser autor de Madame Bovary, Salambó o La educación sentimental como por habernos legado su correspondencia.
[Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, traducción, prólogo y notas de Ignacio Malaxecheberría, Madrid: Ediciones Siruela, 1989 (2ª ed.: 2003).]
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