Hay escritores que cristalizan, como los diamantes, bajo toneladas de presión geológica durante eones incontables, pero que, como aquéllos, nacen muertos, por mucho que su brillo deslumbre en los escaparates. Y es que también la palidez cadaverina es fluorescente y deja a quien la observa hipnotizado, boquiabierto. Luego, de otra parte, están los escritores que van forjando su obra, tallándola artesanalmente, puliendo las durezas, lijando las aristas, jugando con el sonido de las palabras, quemando los folios testigos del fracaso. Pero sin lágrimas ni rechinar de dientes. Larry Brown pertenece a este segundo gremio de menestrales, los que se toman su oficio como una necesidad vital y que no tienen que darle explicaciones a nadie, que consiguen su maestría con un aprendizaje progresivo que no busca el fulgor ni rozar los astros con las yemas de los dedos. Sus modelos son la tierra, los campos, sus gentes, su viejo estado de Mississippi, las historias que los abuelos cuentan a la puerta de una tienda de ultramarinos en las tardes lentas como bueyes, los relatos imposibles de las guerras que ese país de todos los demonios ha librado por todo el globo, las cadencias de las palabras que llenan el aire de recuerdos y que hacen que el tiempo se paralice un instante, que la ilusión del momento apague el transcurrir necesario y doloroso de la vida, que es la muerte. Pues si uno puede ser ahora mismo quien fue antaño, ha despistado a la dama de la guadaña. Al menos por un rato. Y eso es lo que le interesaba a Larry Brown, quien, en sus entrevistas para radios y revistas, confesaba haber aprendido sus artes escuchando a sus mayores para, luego, tratar de reflejar el ritmo de la narración sobre el papel. Brown, que jamás recibió formación universitaria, no escribía con el afán del estrellato en mente, sino como reacción a un impulso interior, a un imperativo: su escritura surgía del monacato, del encierro en una celda y de la perseverancia. Escribir, escribir, escribir, repasar, corregir y vuelta a escribir. Eso hizo Brown. Ensayar con los estilos, buscar la voz propia en cien cuentos y cinco novelas antes de publicar el primer relato, lo necesario para conseguir la imprescindible perspectiva objetiva de su propia obra. Que nadie se acerque a este libro, en fin, en busca de recetas o filosofías, porque se habrá equivocado de anaquel. Quien, al contrario, lo haga con un espíritu ancho y generoso, casi podrá oler al escritor en persona, llegará a degustar su palabra sencilla y su consejo honesto y, sobre todo, aprenderá a despejar, de una vez por todas, la asfixiante ilusión de la fama instantánea.
[Jay Watson (ed.), Conversations with Larry Brown, Jackson, MS: University Press of Mississippi, 2007, 202 pp.]
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