Sócrates es el primero del que sé que suicidaran, tragando cicuta mientras no paraba de hablarle a quien quisiera escucharle. A Dostoievski quisieron suicidarle en Siberia con un pelotón de fusilamiento, pero en el último segundo, atado ya al poste, revocaron la orden. Lorca conoció peor suerte: los fascistas de Franco, o quizá una familia rival, que para el caso es lo mismo, lo suicidaron a la vera de cualquier camino andaluz. Tras la caída del régimen de Mussolini, los americanos quisieron suicidar a Ezra Pound enjaulándole y exhibiéndole por las calles italianas. De regreso en EE.UU., su suicidio, de viejo, le sobrevino tras haber permanecido encerrado en un psiquiátrico durante años, amable y civilizadamente.

[Ramón Andrés, Historia del suicidio en Occidente, Barcelona: Península, 2003, 367 pp.]

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