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Comencemos por el principio, por la página de créditos, que en este libro ocupa dos en lugar de una. ¿Motivos? Varios. Tener que incluir, íntegra, la primera enmienda (1791) a la Constitución de los EE.UU., ésa que declara que el Congreso no podrá legislar ni a favor ni en contra de la religión y su libre ejercicio, ni contra la libertad de expresión, prensa o asociación pacífica; a esto le sigue una “Nota de la casa editorial” en la que se explica que la publicación del manuscrito se debe a un interés científico-poético, pero que ojito con andar experimentando el lector poco avezado; por último, enfatizado al ser incluido dentro de un recuadro, se incluye un mensaje de “Precaución” con el cual la editorial queda eximida de responsabilidades civiles y/o penales que pueda acarrear el uso de plantas peligrosas o ilegales. Pero no nos llevemos las manos a la cabeza, escandalizados: tengamos presente que se trata de un libro que nos llega del otro lado del Atlántico, del país de los adalides de la guerra contra el narcotráfico (y, a su vez, donde mayores cantidades de coca y opiáceos se consume: ¿hipocresía?, ¿la razón de la sinrazón?). Éste es, en cualquier caso, el primer volumen de una trilogía (quizá haya tiempo más adelante de ocuparnos de los otros dos), dividido en los capítulos “Power Plants” (adviértase el juego de palabras implícito entre “plantas con poderío” y “centrales eléctricas”), “Thanatopathia”, “Inebriantia”, “Rhapsodica”, “Euphorica”, “Pacifica”, “Existentia”, “Evaesthetica” y “Metaphysica”. Concluyen el volumen un glosario y una extensa bibliografía. ¿Y qué es, a fin de cuentas, este libro? ¿Un poema épico sobre las plantas, desde un punto de vista botánico? ¿Un rompecabezas a medio camino de la lírica y la alquimia? ¿Un texto de medicina naturalista, un panfleto ecologista, la gran enciclopedia de la contracultura de los años ’60? ¿Un manual de cómo colocarse con el césped del jardín de tu propia casa? ¿La fusión entre espíritu, intoxicación, vegetación y conciencia cósmica? Encuentro particularmente edificantes e instructivos los pasajes dedicados a la Artemisia absinthium y la Vitis vinifera. Y que cada uno haga de su capa un sayo.

[Dale Pendell, Pharmako/Poeia: Plant Powers, Poisons, and Herbcraft (con un prefacio de Gary Snyder), San Francisco, CA: Mercury House, 1995, 288 pp.]

La primera representación de este drama, dirigida por el propio Shepard, tuvo lugar en la ciudad de Nueva York el 5 de diciembre de 1985, con Harvey Keitel y Amanda Plummer en los papeles protagonistas de Jake y Beth, respectivamente, y obtuvo el premio de la asociación neoyorquina de críticos teatrales al mejor drama del año, convirtiéndose en un fenómeno taquillero, lo cual no sucedió en el vacío, pues Shepard acababa de aterrizar llegado de Cannes, donde en 1984 había sido galardonado con la Palma de Oro por su guión de la película Paris, Texas, dirigida por Wim Wenders. Calificado como el punto de inflexión en la evolución teatral de Shepard, este “drama en tres actos” encandiló al público de la Gran Manzana con un relato que, en palabras del propio autor, pudiera entenderse como “una balada de amor… una pequeña leyenda sobre el amor”, que, visto (o leído), encarna la relación imposible entre dos personajes de gran intensidad y realismo, pero que, página a página, se va hinchando hasta lograr dimensiones arquetípicas insospechadas: las de la América más confusa y trágica. La obra comienza con Frankie intentando que la conversación telefónica con su hermano Jake no se vuelva a cortar; mientras, Jake le confiesa que acaba de matar a su esposa, Beth. En la siguiente escena, aparece Beth en una cama de hospital, el rostro amoratado, la cabeza vendada, afásica y desorientada. Lo que continúa es la trama de una acción que, concentrándose en ambos extremos del escenario (es decir, iluminando alternativamente cada una de las casas de las dos familias), va desvelando los sórdidos secretos de un pasado de locura, alcoholismo y alienación. La obra se desarrolla a la manera de una pieza musical orquestada, entretejiendo las vidas y vicisitudes de dos familias del medio oeste estadounidense, con personajes construidos de tal forma que, incluso los que aparentan ser más enteros, ocultan alguna manía o un secreto infame, todos ellos negligentes en su quehacer cotidiano y torturados por un amor que les rompe el cuerpo y el alma.

[Sam Shepard, A Lie of the Mind. A Play in Three Acts, Nueva York: New American Library / Plume, 1987, 155 pp.]

La primera edición de este volumen data de 1970, fecha en la que Nelson Doubleday, director de la editorial que lleva su nombre, vio un ejemplar y, espantado por lo que había leído, hizo que se destruyese la tirada entera. Dos años más tarde, la editorial Grove Press retituló el libro como Love and Napalm: Export USA (Amor y napalm: artículos de exportación estadounidenses), redujo su formato y sacó a la luz un pequeño número de ejemplares. El que hoy comentamos es la reedición (revisada), en gran formato (28 x 21,5 cm.), plagada de fotografías e ilustraciones, con cuatro relatos añadidos, prologada por el insigne William S. Burroughs y cargada de anotaciones del propio Ballard nunca antes publicadas. ¿Paroxismo de la posmodernidad? Juzguen ustedes mismos. Para empezar, la narración no sólo se aparta de la tradicional disposición lineal, sino que se encara con ella: los paisajes exteriores –un collage de imágenes disconexas– representan los estados interiores de sus personajes; el protagonista, que responde a toda una plétora de nombres (espejo de su fragmentación esquizoide; producto, o acaso causa, de la descomposición de su entorno), habita un mundo ficticio que, precisamente por ello, resulta el más real de todos, un mundo en el que los media construyen la realidad a diario. Otro paso adelante: Ballard recarga un texto roto con anotaciones que amplifican el juego del yo real del autor con lo ficticio de un texto escrito 20 años atrás. Pero aun hay más, pues la inclusión de las ilustraciones (un ejemplo: el grabado de una sección anatómica de un falo dentro de una boca) da una vuelta de tuerca más al distanciamiento: el erotismo del contenido se neutraliza con la nula respuesta emocional del espectador. El hiperrealismo como desmantelación de lo pornográfico. Se trata, en fin, de un texto profético, magistral, pues en él se concentra el universo de un escritor empeñado en mostrar la iconografía y los mitos occidentales bajo una frecuencia lumínica que creíamos imperceptible.

[J. G. Ballard, The Atrocity Exhibition, San Francisco, CA: Re/Search, 1990, 127 pp.]

El dístico elegiaco alcanzó gran popularidad en la Grecia del s. VII a.C. y se utilizó en composiciones del más variado cariz, desde canciones fúnebres hasta las de amor. El primer escritor de elegías del que se tiene noticia fue Calino de Éfeso; después vendrían Tirteo de Esparta, Mimnermo de Colofón, Arquíloco de Paros, y el primero de Atenas, Solón. Todos estos, y un puñado más de ellos, fueron vertidos al castellano por Juan Manuel Rodríguez Tobal en un volumen para el cual escogió el título de El ala y la cigarra: Fragmentos de poesía arcaica griega no épica, pues “Por el ala has cogido a una cigarra” (frag. 24 de Calino), es decir, el canto y el poeta, la realidad y el nombre, tal y como nos explica Rodríguez Tobal en su “Invitación” introductoria: el canto contra la literatura. Sin embargo, en aquella recopilación no aparecía Teognis de Mégara, para lo cual debemos avanzar ya hasta los siglos VI y V a.C. Teognis es el nombre con el que los prohombres de la filología han bautizado a alguien del que poco se sabe, pues, más que nada, se trata de una etiqueta –o una cooperativa, para hacernos eco de la categoría que usa Rodríguez Tobal en su presentación al volumen– bajo la cual se engloban el, quizá, Teognis de carne y hueso y una plétora de “pseudo-Teógnides” que, a lo largo de 1400 versos, retoman, reconstruyen, replican, rebaten y rehacen lo que con tanto empeño quiso dejar labrado el maestro original. Versos arrebatados a un tiempo convulso, en una Grecia que no sabía ya qué era, si una nación o un cúmulo de ellas, si las unía un pasado común o si el futuro inmediato las enviaba hacia aventuras dispares. La voz de Teognis, cargando a hombros con el peso de la tradición, se quiere levantar como modelo moral para un tiempo incierto, y escoge para ello la lírica más popular, la que era de todos y de nadie. Y esos han sido los pasos que han guiado el empeño traductor de Rodríguez Tobal: reconvertir los ritmos griegos en música castellana, y que el canto interior reviva en nuevas formas para que un público idólatra de personas desaprenda los nombres y vuelva a respirar por la herida.

[Teognis de Mégara, Elegías (Selección y traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal), Tarazona, Zaragoza: Casa del Traductor/Centro Hispánico de Traducción Literaria, 2006, 137 pp.]

Hasta donde alcanzo a saber, de James Schuyler (Chicago, 1923 – N.Y., 1991) hay traducidos en nuestro país una media docena de poemas en una revista, acompañados de grabados. O quizá se trate de una revista de arte en la que se han colado los poemas. En fin, quien conozca el dato fidedigno, que levante la mano y lo diga. Parece mentira, en fin, que de la vertiente neoyorquina de la poesía estadounidense de los años ’60 (de la californiana estamos bien nutridos) no conozcamos más que a John Ashbery, del cual se han publicado sus poemarios más afamados, y, casi de refilón y gracias al empeño de Eduardo Moga, los poemas trofológicos de Frank O’Hara. ¿Ha oído alguien hablar de Kenneth Koch? Quizá. Koch (poeta él mismo) fue quien descubrió en la prosa de Schuyler su carácter más lírico (asunto que trataremos cuando los hados nos sean propicios), y hasta hay quien asegura que en el giro de la prosa a la lírica de este último tuvo mucho que ver el susodicho Koch. ¿Y ha oído alguno de ustedes mencionar el nombre de Louise Bogan? ¿No? Pero, ¿a que si vengo con Ginsberg, Kerouac, Corso, Norse, Cassady, Ferlinghetti (y paro ya, que me quedo sin aire), nadie arquea las cejas en gesto de sorpresa? Pues a eso voy. De James Schuyler cabe destacar su concisión de estilo (nombres, descripciones, cláusulas de gran poder evocativo con la mayor de las economías sintácticas) y su flexibilidad (su mirada descansa sobre los detalles aparentemente más nimios, de los que exprime hasta la última gota de vida, y su memoria juega al escondite con el presente y el pasado, hasta llegar a confundirlos a ambos: un instante es siempre polifacético, mezcla de percepción y recuerdos). Brillos y frescura, cercanía y cotidianidad –antirromanticismo militante, dicen los críticos y académicos–: incluso en sus piezas más extensas y más oscuras, el tono es siempre el preciso, como si se tratase de entradas en un diario privado redactadas con esmero y voluntad estilizante.

[James Schuyler, Collected Poems, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux / The Noonday Press, 1995, 430 pp.]

El alemán Wolf Vostell (1932-1998) fue uno de los máximos referentes del arte internacional de posguerra. Abierto en 1976, el Museo Vostell convierte a la pequeña localidad de Malpartida, cercana a la capital cacereña, en uno de los centros más influyentes del arte contemporáneo y en terreno fértil para la prolongación de la trepidante actividad de su fundador. Un paisaje y una fauna excepcionales (el monumento natural de Los Barruecos), una sede hermosísima (un lavadero de lanas del siglo XVIII) y unos fondos artísticos privilegiados, que incluyen la Colección Wolf y Mercedes Vostell, la Donación Fluxus Gino di Maggio y la Colección de Artistas Conceptuales, ofrecen al visitante un conjunto de atractivo indudable. En su programación se inserta la actual muestra colectiva No va más, comisariada por uno de los popes del arte internacional de los años ochenta, Achille Bonito Oliva, autor y defensor del controvertido concepto de transvanguardia. Da sentido unitario a la exposición la presencia del juego conceptual en la obra de autores muy diversos. Visitan Malpartida y dan cuerpo al catálogo, entre otros, Marcel Duchamp (y su Fuente de 1917), Alighiero Boetti, René Clair, Piero Manzoni, Salvador Dalí, Orson Welles, Liliana Porter, Albert Pinya, Walter Marchetti o el mismo Vostell: casi nada.

[José Antonio Agúndez García (coord.), No va más / The Game's On, catálogo de exposición, textos de Achille Bonito Oliva, Gianluca Ranzi, José Antonio Agúndez García y Mercedes Guardado Olivenza Vostell, Mérida y Malpartida de Cáceres: Editora Regional de Exremadura y Consorcio Museo Vostell Malpartida, 2007, 150 pp.]

Formado en las artes africanas, precolombinas y oceánicas, este ibicenco de adopción y viejo conocido de los palmesanos ha investigado durante años las relaciones que se dan entre la pieza de arte y el mundo físico y espiritual en que ésta encuentra su lugar. Depurando la forma, Monti explica, al cabo, el diálogo permanente entre lo finito y lo infinito. Desde las piezas de tres metros hasta las más reducidas, se dan en la escultura que Monti viene practicando en hormigón desde los años ochenta algunas constantes, con gran coherencia desde mediados de los noventa. Por ejemplo, la relevancia concedida al color integrado y no superpuesto, siempre con connotaciones naturales, o la acertada gestión de superficies porosas y pulidas en sus acabados, con el resultado de piezas que respiran, objetos que, fruto del molde y la herramienta, parecen no obstante arrancados de la tierra. En su interesantísima línea de trabajo con formas emergentes, la acotación del espacio, la intersección de volúmenes y vacíos y los contrastes de superficies y colores traducen interacción de lo fluido y lo sólido, temperaturas en conflicto, presencia de vectores de fuerza diversos, geología y biología activas, telurismo: vida.

[Franco Monti, Franco Monti, catálogo de exposición, Palma de Mallorca: Joan Oliver "Maneu" Galeria d'Art, 2007, 40 pp.]

Además de los epistolarios del poeta de Los Ángeles (uno de los cuales ya ha sido objeto de reseña en estas páginas), de la prosa de Bukowski resta sólo por publicarse en España el guión de la película “El borracho”. En realidad, un barfly (literalmente, “mosca de bar”) es algo más que un mero borrachuzo: es eso, desde luego, pero uno de esos que no despegan el culo del taburete en el que se sientan, calentando y meneando su cerveza, a la espera de que les caiga otra gratis y, con suerte, algo de licor. Una de las anécdotas del rodaje de la película es iluminadora al respecto: en una escena, Mickey Rourke, en su papel de Henry Chinaski (y álter ego de Bukowski), conoce a una maltrecha Faye Dunaway (Wanda, en la película) que, con los ojos vidriosos y la mirada perdida, sorbe un bourbon que le quema las entrañas. Chinaski le invita a una copa, una cerveza, a la cual sigue otra copa, un escocés, pero al ir a dar cuenta del whisky, Rourke olvidó matar los últimos centímetros de la botella de cerveza. ¡Imposible!, vociferó Bukowski durante el estreno de la película: un barfly jamás dejaría sin acabar su cerveza. Jamás de los jamases. La vida de un barfly vulgar se resuelve en el trayecto que discurre entre la barra de un bar y un cuartucho en una pensión de mala muerte infestada de cucarachas y sin agua caliente. Pero Chinaski no es un borrachín cualquiera: él escribe poesía. Además, le envuelve cierto aura, una suerte de magnetismo que atrae a las mujeres más rotas (por dentro y por fuera). Se trata, en fin, del texto de un guión literario, escrito con el sonido, el ritmo y las palabras en mente, en lugar de pensando en las imágenes; es un guión, si se me permite el atrevimiento, tremendamente lírico. A veces pienso, incluso, que funcionaría mejor sobre las tablas de un escenario que en el celuloide.

[Charles Bukowski, The Movie. “Barfly”, Santa Rosa, CA: Black Sparrow Press, 1998 (1987), 127 pp.]

Los lectores que estén familiarizados con la obra de C. K. Williams anterior a The Vigil no se sorprenderán de los primeros poemas de esta colección. Formalmente, como en los poemarios pretéritos, se impone la línea extensa, desparramada de lado a lado de la página y cayendo un peldaño por debajo del verso, casi como si de un movimiento de flujo y reflujo marino se tratara, o como el eco que regresa rebotado contra los acantilados del límite natural que son los bordes de la página. En cuanto al contenido, una vez más, observaciones y anotaciones de las aparentes trivialidades cotidianas que, reflejadas en el juego de espejos del poeta, en la casa de la risa de los versos, son distorsionadas para que engorde lo delgado, se estire lo grueso, o se haga cóncavo lo convexo. Pero hasta ahí llegan las similitudes, pues, de manera subrepticia, se van colando los versos más inesperados, primero entremezclados con los anteriores, al poco tomando ya entidad en el cuerpo de los poemas para, al final, convertirse en formas independientes. Es entonces cuando las demarcaciones entre conciencia, memoria y mundo externo no aparecen ya tan definidas, cuando el mundo trillado adquiere tonalidades y juegos armónicos insólitos. Paso a paso, palabra a palabra, verso a verso, la crudeza de los poemas iniciales va cediendo terreno a otros menos cáusticos y más compasivos, menos mordaces y más líricos. Con todo, persiste aún la sorpresa, que ahora nos asalta al percatarnos de que el motivo del espanto éramos nosotros mismos. Los detalles se convierten, por fin, en el caldo que, lenta y primorosamente removido, revele los lazos invisibles, las transfiguraciones de la angustia que nos hace ser quienes fuimos y quienes ahora creemos que somos.

[C. K. Williams, The Vigil, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux / The Noonday Press, 1998, 78 pp.]

Moteles, restaurantes, funerarias; misteriosas ruinas medievales; el hábitat zoológico de una serpiente; las zonas residenciales de la gran ciudad que se adivinan por entre la neblina de un sueño que las convierte en cuadros a medio pintar… Estas son las imágenes que habitan el paisaje poético de M. J. Rychlewski, unas planicies que, atravesándolas, conducen al lector por caminos y carreteras cuyos cruces son acaso de mayor importancia que la vía principal y cuyos desvíos cobran sentidos primordiales, antes que alternativos: “Geography / mapped in the veins” (“La geografía / es el mapa de nuestras venas”). Tufillo a nostalgia, fogonazos de fantasmagorías que impregnan nuestras circunstancias cotidianas. Divididos en tres secciones, los poemas indican el modo en que las rutas del mundo, en general, y de nuestro sentido del hogar, en particular, se establecen por medio de la interacción entre memoria y percepción, entre todo aquello que le llega al solitario cerebro, encerrado en su caja de hueso, para que éste lo interprete y consiga darle un sentido unitario, aunque no sea más que durante un segundo. O, en palabras de Rychlewski, “Years pass. / Faces in photographs / submerged in shadow / smudged with light / establish a first / final distance” (“Pasan los años. / Los rostros en las fotos / sumergidas en sombras / difuminadas por la luz / determinan por vez primera / la distancia total”).

[M. J. Rychlewski, Nightdriving, s.l. [?Chicago]: The Wine Press, 1985, 45 pp.]

“Los poemas de este libro fueron concebidos para ser oídos en vivo, en CD, en casete y en vídeo”. Así comienza el Epílogo, tras lo cual siguen las explicaciones de la génesis de los poemas. Versos como sonido, como voces y entidades que se almacenan en lo más hondo de los pulmones y surgen a través de una diversidad de conductos –laringe y boca, poros y orificios, ingles y vello–, poemas que son mezcla de calor, lágrimas y aire: “Sweat and poetry” (“sudor y poesía”). William S. Burroughs asegura, en su iluminadora introducción al libro, que Giorno fue el primero en aplicar las ideas del Pop Art a la poesía, usando periódicos, anuncios y televisión para mezclar imágenes y palabras que produjeran en la audiencia una impresión de déjà vu ante aquello que ya habían visto u oído. Más tarde vendría “toda esa caterva de poetastros que se amontonan en la estela del [Giorno] más superficial”, como muy bien sentenciara alguien, aunque en otro contexto. Es característico de la poesía de Giorno el uso masivo y constante de repeticiones, además de las líneas breves, punzantes, tajantes, una palabra o dos que zanjan el verso de un mazazo aliterado, a lo cual se le suma la inmensa carga de energía sexual desenfrenada, sobre todo de cariz homoerótico, que rezuman los versos: “Your eyes / are open / and your eyes / are popping out / of your head, / and your eyes / are burning / and your eyes are / burning / and your eyes are burning, / and you have to get / out of here” (“Tienes los ojos / abiertos / y se te salen / los ojos / de las cuencas, / y te arden / los ojos / y te arden los / ojos / y te arden los ojos, / y tienes que largarte / de aquí”). La poesía como robo de lo cotidiano para dárselo, rehecho como letanías, a la masa anónima y anonadada.

[John Giorno, You Got to Burn to Shine. New & Selected Writings, Nueva York: Serpent’s Tail & Londres: High Risk Books, 1994, 192 pp.]

He aquí una selección de cuatro poemarios editados previamente, además de toda una sección con nuevos poemas. Si hay algo que caracterice la poesía de Víctor Hernández Cruz (Puerto Rico, 1949, aunque afincado en Nueva York) es el sonido. Tengo entendido que los primeros poemarios de V.H.C. tuvieron siempre el mismo tipo de reseñas: eran demasiado negros, demasiado del gueto, demasiado antigramaticales, demasiado inspirados por el jazz, demasiado neoyorquinos. Y, mientras los críticos berreaban sus babas, el poeta se esmeraba, agudizaba el oído, y con cada nuevo libro suyo surgía la magia de las palabras hechas canto. Adorna la portada de este volume el perfil de un percusionista recortado contra un intenso cielo fucsia, acaso evocación de la noche costeña, dando la bienvenida a quien quiera unirse a la fiesta de la calle, a la explosión de las retahílas de sílabas improvisadas. Hablemos, pues, de las raíces del poeta, acaso africanas, o quizá indígenas, porque son para él un punto de partida y un puerto al que arribar. En medio, el largo viaje de la noche estadounidense, del olor infesto, de la lucha por sobrevivir, de la búsqueda de identidad en medio de la gran marea blanca y protestante que todo lo quiere engullir. ¿Y qué decir de la fusión entre idiomas? Me refiero a ese juego constante aprovechando la musicalidad del inglés para hacer que reviva su español; y me refiero también a las idas y venidas entre idiomas, sabiendo que las traducciones son imposibles, y que precisamente por eso hay que intentarlas. Que lo que surge del malabarismo verbal entre idiomas es eso tan intangible y tan real a lo que llamamos poesía.

[Víctor Hernández Cruz, Rhythm, Content & Flavor. New and Selected Poems, Houston, TX: Arte Público Press, 1989, 172 pp.]

La vida y la obra de W. D. Ehrhart (Roaring Springs, PA, 1948) son elementos simbióticos imposibles de desligar. De entre sus varias ocupaciones profesionales, ninguna le ha marcado como la de ser infante de marina durante la guerra que los EE.UU. mantuvieron en Vietnam. En cuanto a su obra, abarca una docena larga de volúmenes de poesía y prosa, a los cuales hay que sumar los que ha editado de otros poetas que lucharon en diversas guerras, sobre todo en Vietnam y Corea. En el volumen que hoy presento –y que es fruto de casi 35 años de escritura–, encontrará el lector, sobre todo, poemas inspirados tras la guerra que llevó a Ehrhart al otro confín del mundo, versos de tendencia narrativa y que, en el caso de los más conseguidos, encuentran un peculiar sentido lírico tras las viñetas y las instantáneas. Algunos de ellos son verdaderamente memorables, y no por sus imágenes descarnadas y patéticas, obsesivas y voraces, sino porque son la voz de los cientos de miles de fantasmas que vagan por “that green land / I blackened with my shadow” (“aquellas tierras verdes / que ennegrecí con mi sombra”). No nos confundamos: su poesía no ensalza el valor del soldado en la batalla, ni tampoco se propone humillar al vencido; busca, antes bien, algún resquicio de explicación que se revele tras las palabras, los sonidos y los ritmos machacones que su idioma propicia. Su esfuerzo es doble: exorcizar las tinieblas que pueblan sus días y sus noches para, una vez despejada la bruma, hacer acopio de fuerzas que le permitan, a quien fuera testigo y partícipe de tanta muerte, cantar con una voz compasiva y enamorada de la vida.

[William D. Ehrhart, Beautiful Wreckage. New & Selected Poems, Easthampton, MA: Adastra Press, 1999, 239 pp.]

“Here in October dawn breaks in sheets of grey glass” (“Aquí en octubre el alba rompe en cortinas de vidrio gris”). En cuanto leí este verso supe que me encontraba delante de uno de los más insospechados descubrimientos poéticos a los que me había enfrentado. Michael Smith (Dublín, 1942), el otro miembro cofundador de la editorial New Writers’ Press irlandesa, preocupada en recuperar textos olvidados y prestarle voz a los nuevos valores que otros no quieren escuchar, lleva casi cuarenta años escribiendo poesía, además de ser un enamorado de los poetas en español, que él mismo traduce. Pero no es su faceta como traductor la que quisiera comentar hoy, sino esta recopilación de sus propios versos. Sagaces y fulminantes miradas en las almas de las gentes; retratos en los que la vista y el oído comparten la creación de la vida instantánea de los objetos; fotografías de paisajes interiores a través de la delicada conjunción de unos detalles en apariencia triviales, pero cargados de sentidos y trascendencia; sonidos monosilábicos trenzados con tal sutileza que parecieran largas cabelleras en lugar de los pies pisando el crudo asfalto en verano. Michael Smith quisiera volver a la infancia, a aquel tiempo que –bien lo sabe él– nunca fue de luz y de calor, aunque sí de miradas directas a las cosas, pero le envuelve el tono gris del presente mortecino, en su raudo discurrir hacia el crepúsculo. Hay en estos versos una voluntad de vuelo y un doloroso encadenamiento a la dura y seca tierra; y, sabiéndose atado al polvo, indaga tras las esquinas: acaso entre lo cotidiano se deje entrever una pluma suelta de algún ángel perdido.

[Michael Smith, The Purpose of the Gift, Exeter: Shearsman Books & Dublín: New Writers’ Press, 2004, 161 pp.]

Trevor Joyce (Dublín, 1947) explora territorios poéticos ignotos en lugar de quedarse en casa al amor de la lumbre. Este libro, recopilación de casi 35 años de escritura, arranca con la traducción del gaélico de Los poemas de Sweeney, el peregrino (ca. s. VII), cuyo uso primordial, casi diríase que primitivo, del lenguaje, permite que sean las imágenes naturales las que revelen la progresiva demencia del rey maldecido en batalla. Constreñido por el espacio a escoger entre los demás poemarios, opto por Syzygy, que es, más bien, un poema largo, dividido en una serie de golpes de 10 a 12 versos, con una extensa exposición final de aliento metafísico pero repleta de imágenes ancladas en la más inmediata plasticidad, materializada por versos que suenan casi aliterados. El más reciente de los libros recopilados, Trem Neul, es un poema-ensayo de raíces autobiográficas que mezcla, a partes desiguales, voces en una lejanía que se van perdiendo entre un tumulto de datos, consiguiendo desterrar así cualquier sospecha de complacencia en lo personal. Intercaladas, aparecen otras colecciones, más o menos prolijas, de versos de diversa factura y que dan al volumen un primer aspecto de hiperdesarrollo experimental, de exceso de abstracción, una tentanción de la que, una vez adentrados en los poemas, nos aleja el tono unitario que subyace a todos los versos, una voz musculosa, tersa, tajante, intensa, montada a hombros de estudios de matemáticas, filosofía y poesía china. Años de búsqueda para darle forma a una expresión que no admite otra forma.

[Trevor Joyce, With the First Dream of Fire They Hunt the Cold, Dublín: New Writers’ Press & Devon: Shearsman Books, 2001, 243 pp.]

Luis García Jambrina, especialista en la obra de C. R., se ha encargado de prologar y ordenar los folios que, tras la muerte del poeta, quedaron almacenados en una carpeta de cartón azul, de esas que se cierran con gomas en las esquinas, algo comidas ya por el uso, y en cuya portada se lee “Poemas de Aventura (Hasta el verano)”. Se trata de un volumen poco convencional, pues no recupera, como es habitual, el original de un libro ya publicado, sino que, antes bien, les regala a los lectores con un proyecto en plena efervescencia creadora. Resuenan en sus versos los poemas de Casi una leyenda, centrados en el tema de la vejez, pero iluminados ahora con un aliento de esperanza e, incluso, cierta voluntad etérea que no se encontraba en aquel poemario. La exposición de los autógrafos sigue un orden inverso, esto es, comenzando con la versión más elaborada, mecanoscrita, para ir remontándose por los anteriores estadios de materialización de los poemas y concluir en su origen, cuando eran poco más que una bola arrebatada de intuiciones poéticas comprimidas, el instante previo a la explosión de energía lírica. Es de destacar la excelente calidad de este libro en tanto que objeto, el generoso tamaño y grosor de sus hojas, la magnífica y bella encuadernación y, sobre todo, la reproducción verdaderamente facsimilar –respetando los colores, las cualidades de las tintas y la particular tendencia hacia el margen derecho de los autógrafos– del legado de quien alguien no ha dudado en calificar como “el más grande de los poetas españoles del siglo XX”.

[Claudio Rodríguez, Aventura. Edición facsimilar a cargo de Luis García Jambrina, Salamanca: Ediciones Témpora (Tropismos), 2005, xxv + facsímil sin núm. de pp.]

Bajo su aspecto fácil, encontramos en el artista mallorquín Fernando Megías una enorme, casi férrea consistencia ética y estética. La alternancia de imagen, volumen y palabra impide obviar que este artista no trabaja con materiales, sino con conceptos; alguien lo ha calificado de “curioso antropólogo visual”, pero –afortunadamente para la antropología y para el arte– ni los artistas emplean el método científico ni los antropólogos pretenden transformar al espectador. La traducción de la idea al mundo sensible, en el caso de Megías, no precisa de formas especialmente elocuentes ni de grandes palabras, sino de las justas: las que estamos habituados a escuchar y a emplear, sometidas esta vez a la tensión de lo inesperado. Del venero dadá aprovecha Megías la ironía y la paradoja, tan recomendables, y de su curiosidad impenitente han brotado afirmaciones tan lapidarias como sabias: “El escepticismo no está reñido con la curiosidad”, dice, o “La identidad no es más que una idea fija”. A través de la simplicidad, Megías conecta con las pulsiones intelectuales y sentimentales más significativas del ser humano. Aparentemente deslavazadas, sus fotografías y objetos, acompañados de pies de foto perogrullescos o absurdos, sitúan al que se expone a ellos frente a la conciencia de –por ejemplo– la soledad, la mortalidad o la injusticia. Son los matices, más que los motivos centrales, los que recalan en una segunda, inevitable reflexión. El juego de conceptos lleva del chiste de trazo grueso a un irresistible sentimiento de melancolía; los contrastes entre palabras e imágenes poco elaboradas y conceptos poderosos, o entre geometrías puras y realidades manifiestamente imperfectas, nos colocan justo ahí donde Megías nos quería tener.

[Fernando Megías, Modos de ver, textos de Pilar Ribal Simó, María Fluxá y el autor, Palma de Mallorca: Ediciones Inconstantes, 2006, 146 pp.]

Hasta 1968 hubo que esperar para ver el autógrafo original de The Waste Land, resolviéndose así uno de los misterios más desconcertantes de la literatura del s. XX. El manuscrito, que se creía perdido, había permanecido entre los legajos de John Quinn, amigo y consejero de Eliot, desde que en 1922 aquél lo recibiera de manos del poeta. Lo que se desprendía del hallazgo era que la versión que se publicó del poema era bastante más corta que la que Eliot había escrito originalmente. El manuscrito muestra el proceso de reducción y revisión que sufrió el texto a manos, sobre todo, de Ezra Pound, aunque también del propio Eliot y, en alguna medida, de su primera mujer. La edición que hoy comentamos reproduce el facsímil del manuscrito en las páginas pares, con una transcripción muy esmerada en la página opuesta, acompañado todo ello de notas explicativas y precedido por una extensa e iluminadora introducción biobibliográfica escrita por la viuda del poeta. El libro incluye también el poema en la forma en que se publicó, lo que arroja aun más luz sobre la evolución del que algunos consideran el poema más influyente de la literatura moderna. Llamo la atención sobre dos asuntos. El primero, la labor editora de Ezra Pound, que no se limitó a sugerir retoques más o menos marginales, sino que se convirtió en toda una creación original y brillante. El otro, que Eliot nunca pretendió que su poema fuera reflejo de la “desilusión de una generación”, tal como dijo en su día algún crítico; lo más a lo que aspiraba a ser The Waste Land era “una pieza de refunfuño rítmico”, un poema que hundía sus raíces en el alma y en la persona del poeta.

[T. S. Eliot, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Draft, Orlando, FA: Harcourt, 1994, 149 pp.]

Con motivo del 50º aniversario de la edición original del poema, se publica ésta, que es reedición del volumen de 1995 (dos años antes de la muerte del autor) en el mismo sello editorial, pero ahora en formato gigante de 27,8 x 22,7 cm. El extensísimo título del libro da fe de su contenido, así que me remito a su traducción infra. Y que conste en acta: Ginsberg no habría sido capaz de darle una forma coherente a este volumen sin la impagable ayuda de su amigo y biógrafo Barry Miles. Pero, ¿qué decir de “Howl” que no se haya dicho ya? ¿Cómo calificarlo sin caer en el tópico? ¿Obra maestra profética? ¿Rabia lírica contra una sociedad deshumanizadora? ¿O, en palabras de Bob Dylan, “trágica y dinámica, […] acaso la mayor de las influencias en la poesía estadounidense desde Whitman”? Todo eso, y más. Pienso en las tres ediciones del poema que tengo en casa, y ninguna de ellas es comparable con esta genuina recreación del proceso compositor de un texto revolucionario: lo fue en 1956 para una América que despertaría a palos de su sueño en las dos décadas siguientes, y lo sigue siendo para cualquiera que se acerque hoy a él. Cúmulo de anécdotas y fotos, reflejo también de la esquizoide América de los ‘50, tienen ante ustedes el texto autógrafo de un poema que no fue escrito para ser publicado, sino para leerlo a los amigos en conciliábulos anfetamínicos a ritmo de jazz, marihuana y lírica para espantar el horror, el horror, el horror…

[Allen Gingsberg, Howl. Original draft facsimile, transcript, and variant versions, fully annotated by author, with contemporaneous correspondence, account of first public reading, legal skirmishes, precursor texts, and bibliography (“Aullido”. Facsímil del borrador original, transcripción y variantes, profusamente anotado por el autor, con correspondencia de la época, relato de la primera lectura pública, refriegas legales, textos precursores y bibliografía), Nueva York: Harper Perennial, 2006, 194 pp.]

El tercer poemario de Julián Ruiz-Bravo (Torme, Burgos, 1956) acude a la infancia. Un yo lírico audaz -la personificación de un árbol- no aclara si la casa, los juguetes, la madre o las anécdotas fraternas vuelven como fruto del recuerdo o más bien de la recreación poética. Las repeticiones y los saltos temporales que son característicos de la memoria arman un entramado de imágenes en el que los mecanismos de la fantasía infantil adquieren categoría simbólica. El nogal viejo, factor de continuidad y estabilidad en un contexto cíclico, actúa como testigo: da fe del carácter definitivamente fragmentario del mundo conocible por medio de una serie de símbolos naturales que cuestionan las claves de su reconstrucción (la memoria), de su construcción (la escritura) y de su imposible inserción en un universo completo, cerrado, regido por normas inteligibles. Además de Ascendencias (Burgos, 1981) y En horas confusas (Madrid, 1994), Ruiz-Bravo es también autor de la novela Piedra de mármol rojo (Madrid, 1991, Premio Felipe Trigo 1990) y de varios trabajos dramáticos.

[Julián Ruiz-Bravo, El cincel del arquitecto en noviembre, Humanes (Madrid): Juan Pastor Editor, 2003, 62 pp.]

Todos conocemos los poemas de Ariel tal como los publicó el poeta laureado Ted Hughes en 1965, después del suicidio de su esposa, con todo aquel vaivén de poemas excluidos y añadidos al proyecto original de su autora. Conocemos también la edición de 1968, que varió dramáticamente con respecto a la del ’65, y que, para más inri, apareció con un contenido distinto en el Reino Unido y en los EE.UU. A estas dos ediciones le siguieron los Collected Poems de 1981, también al cuidado de Hughes, en un volumen que recoge todos los poemas en orden cronológico y que se convertiría en el libro de referencia de la obra de la Plath. Ella quería que Ariel comenzase con la palabra “Love” (“amor”) y concluyese con “Spring” (“primavera”) –tal como indica Frieda Hughes, su hija, en el Prólogo al libro que hoy nos ocupa–, en un esfuerzo por cubrir todo el espacio que medió entre la ruptura de su matrimonio y el comienzo de una nueva vida, un espacio repleto de agonía y de furia. Los poemas de Ariel, cargados de referencias privadas, tanto personales como ajenas, fueron alejándose del proyecto poético de la Plath a medida que conocían nuevas ediciones. La que hoy comentamos no sólo recupera el proyecto que Plath había diseñado para unos versos cruciales en su producción (hay quien los califica de obra maestra), sino que también incluye el facsímil del texto original, 11 autógrafos del poema “Ariel” que dejan vislumbrar la evolución del desarrollo creador de la poetisa, las notas que la propia Plath escribiera para una lectura radiofónica en la BBC y, además, la ortografía original de los poemas y sus variantes. Es, en toda regla, una restauración del poemario capital de la poetisa y novelista anglo-americana.

[Sylvia Plath, Ariel. The Restored Edition, Londres: Faber & Faber, 2007 (2004), 201 pp.]

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