Pistola, con música para la ocasión, es la primera novela de Jonathan Lethem, escritor afincado en el neoyorquino barrio de Brooklyn. Más conocido por su novela Motherless Brooklyn (ganadora, en 1999, de diversos galardones críticos en su país, y traducida en nuestro país como Huérfanos de Brooklyn), Lethem se estrenó con un relato a medio camino entre la novela negra (Chandler) y la de ficción científica (Dick), plagada de personajes oníricos (Huxley), algunos de ellos rozando la mampesada y el delirio (Gibson) –ya sea el febril o el inducido por espiritosos o estupefacientes (Burroughs)–, en un escenario cacofónico, opresivo, umbrío (Ballard), pero con síncopas de risa sarcástica entreveradas en el magro que, acompañadas de un sinfín de metáforas brillantes, imprimen al texto una suerte de lirismo incidental y hacen de su universo el décimo círculo infernal que Dante dejó por escribir. La trama arranca en primera persona, cuando Conrad Metcalf, ex-policía reciclado en detective privado y contratado para seguir a Celeste, la esposa de un urólogo de Oakland, California, despierta con todo su pasado inmediato cayéndole encima como una losa. El mundo que conocemos ha derivado en un simulacro en el que los agentes de policía controlan tu cuerpo y tu alma, si es que no la has dejado ya con el runrún del ralentí merced a alguna mezcla personalizada de la droga de distribución pública (conocida con el anodino nombre de make –“el preparado”–), de tal modo que el farmacéutico de la esquina añadirá al compuesto base la sustancia que cada cual precise (Olvidol, Tristezol, Creenciol, o la predilecta de las instituciones gubernamentales, Aceptol). A Conrad Metcalf las cosas se le tuercen, y mucho, después de que aparezca el cadáver del marido de Celeste, pues acaba sintiendo en el cogote el aliento envenenado tanto de la mafia local como de la policía (cuyos agentes, por cierto, se denominan ahora “inquisidores”, pues sólo ellos tienen derecho a preguntar: que ningún civil ose inquirir nada, pues, en un mundo de pensamiento y comportamiento homófonos, será denunciado por cualquier vecino y se le restarán puntos de su tarjeta de karma; si los pierde todos, su destino será la criogenización, que no es sino la versión futura de las cárceles). La solución para Metcalf estriba en ir plantando una serie de pistas que desconcierten a todos los que le siguen los pasos (animales evolucionados y caracteres antropomórficos, inquisidores omnipresentes, omnipotentes, y bebés mafiosos y degenerados con cerebros hipertróficos), hasta el extremo de lograr solventar el caso, aunque con graves consecuencias para su propia salud física y anímica. Una sola lectura de esta novela, con su trama magníficamente trabada, no le satisfará. No lo dude: la segunda será aun mejor que la primera.

[Jonathan Lethem, Gun, with Occasional Music, Londres: Faber and Faber, 2005 (originalmente en San Diego, CA: Harcourt Brace, 1994), 262 pp.]

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