En cierta entrevista Larry Brown confesaba que se había librado de ser enviado a Vietnam por los pelos, pues, recién concluidos sus estudios de secundaria, su nombre aparecía el primero de entre los obligados a formar las filas de las tropas de infantería que se habrían de unir al cerca de medio millón de soldados estadounideses desperdigados por las selvas del sureste asiático. Supuso que, ya de puestos, mejor ir a la guerra con todas las de la ley y en buenas condiciones de preparación militar, para lo cual se alistó como voluntario en el cuerpo de infantes de marina. Sin embargo, quisieron los dioses que su batallón no llegase siquiera a despegar de la base en la que se encontraba destinado. Así que, una vez transcurrido su entrenamiento como recluta, tenía por delante un buen puñado de meses y, además de dejar que pasara el tiempo jugando al billar, leyendo y practicando el tiro al blanco, Brown se dedicó a escuchar a los veteranos que habían regresado de la guerra. A veces de modo consciente, otras de fondo, oía los relatos de los supervivientes del gran desastre militar, humano y natural que fue la guerra en Vietnam, soldados cuyo uniforme los despojaba de su humanidad para reemplazarla con una coraza de hielo y fuego, de sangre y sudor, de rabia inagotable en brazos de una pesadilla cuyos efectos sólo parecían mitigarse entre densas nubes de maría y litros de alcohol. La violencia gratuita hacia un enemigo versátil y escurridizo se alimentaba de su constante paranoia: allí hasta las mujeres de ojos rasgados e infantil sonrisa seductora a menudo guardaban una granada de mano oculta bajo el vestido. Aquellas narraciones que Brown escuchaba, ya fuera como telón de fondo o aplicando sabiamente el oído donde debía hacerlo, conformaron la base de su primera novela, Dirty Work (que bien podría traducirse como Trabajo sucio), historias que leemos a través de sus dos protagonistas, Braiden Chaney y Walter James, éste sin rostro, aquél sin brazos ni piernas, el uno negro y el otro blanco, ambos despedazados en su interior más aun que por fuera, los dos postrados en sendas camas de un hospital de veteranos de guerra. Una sola noche dura el relato de su encuentro, al comienzo distante, progresivamente más cercano, entreverado con recuerdos de su juventud perdida y sus ciudades natales, con ecos de la memorable y pasmosa Johnny Got His Gun de Dalton Trumbo –no sólo por las coincidencias de la puesta en escena, sino por los escollos materiales y emocionales que han de sortear los personajes para llegar a comunicarse–, una larga noche hacia el alba, inalcanzable por inexistente, que acaba por borrar cualquier traza de romanticismo o heroísmo que nadie pudiera albergar acerca de la guerra. Ha de advertirse, con todo, que la cadencia narrativa de Brown no es la misma que la elaborada y vagamente filosófica de Trumbo, sino que se halla más acorde con la despiadada de Thom Jones en sus relatos sobre Vietnam de The Pugilist at Rest (pienso en “The Black Lights” y, sobre todo, en “Break On Through”, que de inmediato nos trae a la mente la segunda parte del verso de la canción de los Doors: “to the other side”, una ruptura imposible, un cruce insalvable, una travesía sin destino final) o, debido a la alternancia entre los puntos de vista de ambos protagonistas, que hacen de cada capítulo prácticamente un relato independiente y a la par inseparable del resto, con la de Tim O’Brien en The Things They Carried, con el añadido de un ritmo frenético y lacerante, sutil e inquebrantable.

[Larry Brown, Dirty Work, Nueva York: Random House, 1990 (originalmente en Chapel Hill, NC: Algonquin Books of Chapel Hill, 1989), 237 pp.]

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