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Durante demasiados años, un libro tan fundamental para nuestro entendimiento de la poesía hispánica, y de la poesía en general, como es Teoría de la expresión poética permaneció en triste desuso. No era posible aprovechar ni su brillantez teórica ni la pertinencia de las estrategias que Carlos Bousoño había catalogado en la poesía contemporánea (con objetos de estudio tan ilustres como Machado, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre) para el análisis de una poesía de aspiraciones literarias tan mansas como furiosas eran las de algunos de sus practicantes. Sin embargo, una corriente multiforme, desatendida en los circuitos mayoritarios, ninguneada en los foros oficiales y en las editoriales señeras, pero viva y discretamente vibrante –al calor de la obra de unos pocos resistentes como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda–, siguió creyendo en la poesía como revulsivo del lenguaje y de la conciencia y practicándola sin renunciar a los hallazgos de las vanguardias. Éstas, contra lo que nos habían asegurado, no habían muerto, aunque sí atravesaban una etapa muy prolongada de ostracismo.

La tradición que Eduardo Moga (Barcelona, 1962) reivindica en su antología Poesía Pasión es ésa: la de la vanguardia internacional, y antes la del Romanticismo, y antes la del Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, defiende en su jugoso prólogo el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”. A los argumentos intuitivos añade una batería de razones filológicas que se resume en una poundiana defensa del uso de la imagen frente al concepto, de la manipulación del ritmo y de la intensificación metafórica; y que se desarrolla en la apuesta por unos procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, suponen un cuadrilátero tipológico delimitado por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Moga, él mismo poeta deudor de Aleixandre y Álvarez Ortega, recoge explícitamente buena parte de sus conceptos de Bousoño y los reelabora a la vista de los años pasados, sin rehuir el debate contra el figurativismo poético dominante en la España de los ochenta y los noventa que, precisamente, ha venido caracterizándose por su estrechez visionaria, su lenguaje cauto y comedido y un prosaísmo del que el buen realismo nunca fue sinónimo.

Esta antología, por tanto, es en parte un banderín de enganche para poetas apasionados, pero también un magnífico ejercicio de crítica literaria en que se analiza con rigor la obra de doce jóvenes nacidos entre 1968 y 1978. Lejos de la homogeneidad, junto al torrente libertario de Enrique Falcón se encuentra el silencioso discurso existencial de Marta Agudo, o el simbolista de Francisco León o Rafael-José Díaz. El lenguaje sensorial y sincopado de Víctor M. Díez convive junto al realismo depurado por la elipsis de Pablo García Casado. Bruno Marcos Carcedo, Julieta Valero, Marcos Canteli, Alicia Sivestre, Antonio Lucas y Christian Tubau completan una nómina abierta cuyos criterios e insuficiencias declara el propio antólogo en la introducción. Entre todos contribuyen a la calidad de un libro que, a la vez que se constituye en decidida propuesta estética, reúne una espléndida y significativa colección de versos.

[Eduardo Moga (selección, introducción y notas), Poesía Pasión. Doce jóvenes poetas españoles, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2004.]

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