Los lectores que estén familiarizados con la obra de C. K. Williams anterior a The Vigil no se sorprenderán de los primeros poemas de esta colección. Formalmente, como en los poemarios pretéritos, se impone la línea extensa, desparramada de lado a lado de la página y cayendo un peldaño por debajo del verso, casi como si de un movimiento de flujo y reflujo marino se tratara, o como el eco que regresa rebotado contra los acantilados del límite natural que son los bordes de la página. En cuanto al contenido, una vez más, observaciones y anotaciones de las aparentes trivialidades cotidianas que, reflejadas en el juego de espejos del poeta, en la casa de la risa de los versos, son distorsionadas para que engorde lo delgado, se estire lo grueso, o se haga cóncavo lo convexo. Pero hasta ahí llegan las similitudes, pues, de manera subrepticia, se van colando los versos más inesperados, primero entremezclados con los anteriores, al poco tomando ya entidad en el cuerpo de los poemas para, al final, convertirse en formas independientes. Es entonces cuando las demarcaciones entre conciencia, memoria y mundo externo no aparecen ya tan definidas, cuando el mundo trillado adquiere tonalidades y juegos armónicos insólitos. Paso a paso, palabra a palabra, verso a verso, la crudeza de los poemas iniciales va cediendo terreno a otros menos cáusticos y más compasivos, menos mordaces y más líricos. Con todo, persiste aún la sorpresa, que ahora nos asalta al percatarnos de que el motivo del espanto éramos nosotros mismos. Los detalles se convierten, por fin, en el caldo que, lenta y primorosamente removido, revele los lazos invisibles, las transfiguraciones de la angustia que nos hace ser quienes fuimos y quienes ahora creemos que somos.
[C. K. Williams, The Vigil, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux / The Noonday Press, 1998, 78 pp.]
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