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“Now I lie here, with my eyes on a pistol. / There will be a morrow, and another, and / another” [“Ahora yazgo aquí, con la vista fija en una pistola. / Habrá un mañana, y otro, y / otro”]. Djuna Barnes escribió, sobre todo, novelas y cuentos, amén de multitud de artículos periodísticos, todos los cuales gozaron del clamor de crítica y público. No en vano, se considera a su Nightwood (1936) como una de las cumbres del modernismo literario. Lo que no se sabía, sin embargo, era que los últimos veinte años de su vida, los que trascurrieron desde 1962 a 1982, Barnes los dedicó en exclusiva a sus poemas. Verso a verso, folio a folio, los iba depositando al azar por los rincones de su apartamento neoyorquino sin la menor intención de publicarlos. Tras su muerte la sorpresa fue mayúscula: cajas a rebosar de poemas, en diversos estados de conclusión, daban al traste con la idea de una producción lírica exigua o marginal. Luchando contra su soledad, contra su alcoholismo y contra su propio cuerpo, que se negaba a funcionar con un mínimo de decoro, Barnes dejó un legado poético de 71 años que precisa de una urgente reconsideración. Desde el lirismo cristalino de los primeros versos hasta el barroco impenetrable y desquiciado de los últimos, su poesía es la exploración de una vida que, según su decir, se asemeja a una broma de mal gusto, una vida que discurre marcada por la hipnosis que ejercen el amor tracionero y el fogonazo final de la muerte.

[Djuna Barnes, Poesía reunida 1911-1982 (ed. bilingüe), Tarragona: Igitur, 2004, 206 pp.]

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